jueves, 16 de agosto de 2012

Un texto del Premio de Cuentos Eróticos

De la felicidad y otros temores

 

Cualquiera de estos días tendré mi onomástico, cumpliré cerca de un siglo o algo parecido. Ya solo queda la muerte, mirar viejas fotos, contemplar la ventana, donde la ciudad transcurre y las horas se encienden y apagan bajo el suceder interminable de lunas y soles. El desorden violenta la reminiscencia obsoleta del cuarto. Allá la figura libertaria del abuelo (dril blanco, sombrero alón) antes de irse a la guerra del 95. A mi lado un ejemplar de la RCA Víctor, mutilado y sin color.

Me estoy quedando sordo y apenas puedo moverme. La cama es pequeña y mi sosiego, nulo. Un gato ronda entre la suciedad y el olor ácido de la habitación. En otro orden de vida sería realmente mi gato y se llamaría Charles o José, que son buenos nombres para gatos. Lo observo resignado.  Nada podrá aportarme esa imagen física. El gato salta de un lado a otro, observa las fotos, los libros, mi cara arrugada. Intenta reconocerse en un lugar al que no pertenece, porque ha perdido el ritmo y el espíritu. Finalmente ronronea dos, tres veces y se lanza al vacío de la ventana. Uno podría pensar en el suicidio de los gatos si no supiera que la caída será siempre certera. Éste, nombrado Charles o José, procura en vano autoflagelarse, desaparecer cada noche. Al día siguiente retorna deprimido y repite su ritual, cansado de ser un gato perfecto, obligado a cumplir su papel. Me gustaría saber si Dios existe, si vale la pena echar al aire una plegaria por el fin de siete vidas gatunas.

 

II

Me voy a cagar en cualquier momento. Luego estaré varias horas con un pantano entre las nalgas y mil moscas ojudas rondándome, hasta que suba la vecina del primer piso, lance gritos y maldiciones, y comience a desinfectarme en el baño con una manguera y un par de guantes manchados. Se inclinará sobre mí y yo contemplaré sus senos sin pestañear, como dos gotas gigantes desprendiéndoseles del pecho. Me secará los brazos, las piernas, tocará mis partes de hombre viejo y dolerá no poder responder con una erección que la provoque y la haga sentir mujer. La sueño a veces: viene hacia mí y su blusa de flores rojas no logra ocultarle los pechos. El tirante le rueda desde el hombro. Un lunar pequeño asoma encima del seno izquierdo. Me ayuda a levantarme de la cama y al sostenerme, siento su regazo tibio y el extraño olor a mujer. Ya estoy sentado. La espalda pegada a la pared del baño y las piernas recogidas porque no caben a todo lo largo. La vecina instala la manguera y comienza a regarme igual a un árbol viejo al que se trata de salvar. El chorro frío me hiela los huesos, pero pronto llegan sus manos para ahuyentarlo. Ha olvidado los guantes y su carne se mezcla con mi carne, y ahí están otra vez sus senos a punto de desprendérseles. El otro tirante también cae y, sin saber cómo, he puesto mis manos temblorosas sobre ellos. Voy despojándola del resto de la blusa. Aparecen dos pezones desvalidos, de un gris suave. La vecina ha dejado de regarme, empina dulcemente la cabeza hacia la luz. Cierra los ojos. Toco la punta de sus pezones como quien despierta a dos animalitos y les rasca la nariz. Deja escapar suspiros, lamentos, toma mi mano y la rueda por el vientre hasta penetrar sus piernas. Se estremece. La acaricio. Siento la humedad de los labios marginales. Toma mi cabeza y mi lengua rueda por sus muslos blanquísimos. No puedo contener las ganas de llorar cuando exige con voz trémula que ya es hora, “no puedo más”. Mis dedos se agitan inútiles, ya lloro, y ella continúa haciéndose un último favor. Se va apagando. Me inclino, la beso. Trato de abrazarla, protegerla, y ella se pierde, se pierde, se pierde...

La conozco hace veinte años y he olvidado si alguna vez la amé. Pudiera proclamar, si realmente existiera la felicidad, una frase conmovedora: no he sido feliz, pero la felicidad la inventamos, como soñamos El Dorado y la vida en otro planeta, es el intento por salvarnos en fragmentos que escapan y perecen misteriosamente, el animarnos a construir utopías de infinitos rostros y constelaciones. ¿Quién ha tocado la verdadera felicidad? A estas alturas del vivir cualquier divagación puede tornarse, cuando menos, obscenidades de la senectud. Diría entonces que entiendo por felicidad todo lo vedado a mi tiempo humano, lo que siempre está por suceder. En este punto muerte y felicidad se funde en una variante divina: el temor. El temor es el rostro de mi felicidad, el olor de mi muerte. “Mi alma está triste hasta la muerte”, dijo Cristo a sus discípulos.

 

III

Me asusta pensar cosas inconclusas. Pudiera acogerme a la interpretación humana que revelaría como felicidad dos imágenes aburridas: un gato llamado Charles o José y los senos de la vecina. No, esto tampoco serviría. Quizá ya esté muerto y sea feliz sin comprenderlo. Comenzaré a preocuparme cuando no pueda cagar a mi antojo. Charles (o José) gusta de la atmósfera alucinante y pestilente. Lo olfatea todo y pasa la lengua por mi cara y mi miembro muerto. Qué más espero de la vida: nada. De la muerte: el temor. Del correo: solo olvido. Antes llegaban telegramas  y tarjetas que resumían invariablemente: FELICIDADES EN SU CUMPLEAÑOS LE DESEA ESTE COLECTIVO A QUIEN FUERA UNO DE NUESTROS TRABAJADORES MODELOS. CORREO CENTRAL. Pura falsedad. Eran palabras del fiel Rubén, lo confirma su muerte. Desde entonces, silencio, la duda, el aceptar que existir para los otros de repente se vuelve importante, cuando ya no importa existir por uno mismo.

 

IV

Mañana, tal vez, suba la enfermera del barrio a visitarme. Fingirá una sonrisa y varios chistes que me negaré a celebrar. Me pondrá un aparato de patas y ojos sobre el brazo derecho, lo inflará como un globo y dirá que enterraré a medio vecindario. La enfermera es fea, aunque sostiene dos senos medianos, de enormes pezones escondidos tras la bata blanca. La enfermera me odia. Por lo general la gente odia a los viejos. Suponen que nacimos así, con miles de arrugas amontonadas, las orejas largas y mudas y estas manchas en la piel. La vecina también me odia, aunque de forma distinta, sincera, que no logra la enfermera en sus malas actuaciones de mujer sensible y simpática. En ocasiones se esfuerza y por momentos logra matices de veracidad. El cuarto huele infernal, a Charles (o José) y a mí nos gusta, pero las dos almas femeninas lo detestan, son escandalosamente arrítmicas y perfumadas. Me gustaría devolverles el odio, si no fuera por los senos que delatan a otras mujeres ocultas detrás de sus ridículas fachadas. Frase histórica: “Denme dos tetas y moveré el mundo”.

 

V

Cagar, cagarme: purificación del alma. “Golpeo mi cuerpo y lo pongo en servidumbre”, 1ra de Corintios, Capítulo 9, versículo 27. Del insulto al prójimo (creen algunos) nace la verdadera liberación. No sé si valdría la pena, pero como he perdido el interés por el temor (o sea, la felicidad), me complazco en liberarme (o sea, cagar), lo que los demás llamarían (la Vecinaenfermera) la forma más animal del insulto.

 

VI

He comenzado a sospechar que ya estoy muerto. Quiero cagar y solo me salen palabras. Las palabras traicionan. Uno puede hablar sin escucharse, mentir con la verdad, convencer con la mentira. Le pregunté a Charles (o José) qué cree del asunto. Con él no necesito enredarme en fonemas y morfemas. Estuvimos de acuerdo. Lo supe por la sonrisa, antes de lanzarse por la ventana. Las risas de los gatos es silente como la de Charlot o Stan Laurel. Son los únicos mamíferos capaces de disfrutar un buen chiste con dignidad intelectual. Mi pregunta le pareció graciosa, se lamió los bigotes y enseñó sus bellos caninos. Creo que realmente le agrado. Quizá, en vez de un gato, tengamos una gata nombrada Karla o Josefa, que igual serían buenos nombres para gatas. No alcanzará el tiempo para comprobarlo y él se negará a hablar de su vida sexual.

 

VII

En realidad, he olvidado mi fecha de cumpleaños, y aquí, en este rincón olvidado de la ciudad, hace mucho tiempo que no pasa nada, ni Charles (o José), ni los senos de la Vecina enfermera, ni ganas de cagarme. He comenzado a sospechar que soy inmortal y el mundo gira eterno ante mis ojos. Soy el dios de lo inefable, la inmundicia, el sintemor. Aquí ya no pasa nada, solos mis ojos pegados al paisaje de la ventana, inventando otros temores, el miedo, la locura.

Obdulio Fenelo Noda

 

 

miércoles, 1 de agosto de 2012

Instrucciones para morir en invierno


X
Siempre sucede. Al anochecer, cuando me gusta caminar por Independencia y celebrar sus balconcitos barrocos, una mujer me persigue. Su paso marca cierta cadencia antigua (el aroma coqueta), hasta detenerme de golpe en la esquina más próxima, como quien teme girar y reconocer un rostro acostumbrado y horrible. Reanudada la marcha, escucho a mis espaldas la estampida de un ave, mil voces de geishas, el sonido ronco de la respiración ancestral. Solo en el callejón de Andrade (el que divide la ciudad en dos géneros distintos de miserias) el acertijo se rompe. Algo se libera sobre los hombros, y después del grito majestuoso que, imagino, solo yo escucho, la luz del día o la noche recupera el encanto. Regreso atontado, libre, convencido de que en Independencia, alguien se empeña en mostrarme el paso serio de la muerte.
XI
Hora es esta de refugiarme en cualquier parte (dentro del baúl de trastos viejos o en el vientre seco de mi madre) a fin de reducirme a ese espacio encantado y forzar el nuevo nacimiento. Regreso al misterio del encierro, metáfora angustiosa de la existencia que continúa fascinándome. Qué libertad no guarda algo de farsa, qué encierro no esconde su porción de libertad. Nunca se acaba de nacer: el vientre materno nos lanza al monstruo social, al circo del mundo, y la vida se va armando de sucesivos abortos, pequeñas necesidades impuestas por aquello tramado fuera de nosotros, presto a provocarnos ocultamente la sinuosidad de alegrías y nostalgias, de las que solo es posible salvarse abriendo un orificio doloroso dentro de uno mismo, para mirarse descarnadamente y marchar un buen día, a planear la escapada cuerpo adentro.
XII
Aquí, en esta ciudad, Dios se acostumbra a los hombres. La brisa de las mañanas a la pesada calidez de las tardes, y la lluvia dominguera prepara su banquete. No queda otro remedio que salir a mezclarse con los adoquines y las fachadas inquietas. Asomarse a la casa del ilustre Atanasio, zapatero cortesano, quien brinda una sonrisa reciente y anuncia: El mundo se vendrá abajo, tanta agua no puede caber en la tierra. Me invitará a un rincón de su guarida, donde esconde el cofrecito de cedro blanco: Son los zapatos de Luis XIV, el rey sol, dirá el ilustre Atanasio y la felicidad le saldrá por las pupilas. Compartiremos el cigarro, el trago amargo, las mismas historias de hace diez años. Regresaré antes que la lluvia cerque los portales. Atanasio quedará en la acera, colocando minuciosamente sus zapatos para que toda el agua del cielo los inunde. Al día siguiente, volverá a sus labores: recortar montones de periódicos viejos, para calzar a la ciudad con las noticias del mundo.
Obdulio Fenelo