domingo, 9 de diciembre de 2012

Centenario de la Diócesis de Camagüey

La Diócesis de Camagüey: cien años de servicio

El próximo 10 de diciembre la Iglesia Católica en Camagüey celebrará cien años de haber sido constituida diócesis por el papa Pío X; con esta institución, la Santa Sede reconocía en Camagüey una población significativa por sus estructuras eclesiales, por sus proporciones y, sobre todo, por la práctica de su fe cristiana, en la cual y desde la cual el Vaticano daba fe de que existía y actuaba la Santa Iglesia Católica. Su cuidado pastoral entonces requería la pericia y dignidad de un obispo, y su ciudad una catedral y un obispado.

Como la diócesis se identifica con un territorio específico, la provincia y ciudad agramontinas recibían además, con este nombramiento, una distinción que encumbraba a toda la sociedad civil.

Una primera aproximación a la historia de la “Ciudad de las iglesias” nos permite comprender que la creación de la diócesis camagüeyana fue un acontecimiento eclesial y civil que contó con importantes antecedentes. Existen evidencias históricas de que por primera vez a finales del siglo XVIII algunos eclesiásticos consideraron la necesidad de una diócesis en Puerto Príncipe.  Incluso un acta capitular de 1818 solicitaba se llevara a efecto la creación de la diócesis; lo cual es un claro signo de la conciencia patriótica desde el amor a la localidad vinculado a la fe y la búsqueda del progreso. Sin dudas, la vida de la Iglesia y su influencia en la sociedad ya eran notables.

Sin embargo, fue en el siglo XIX donde los camagüeyanos tuvieron como nunca antes la oportunidad de contemplar la obra de la Iglesia a través de insignes cristianos que marcaron para siempre la historia del Camagüey .Entre ellos destacan el Rvdo. P. Fray José de la Cruz Espí, conocido como el Padre Valencia, fraile de la orden de San Francisco, quien con su ingente obra en favor de los leprosos y los pobres proveyó a esta ciudad de un monumento a la caridad: el hospital de mujeres (hoy desaparecido); un monumento a la fe: la iglesia del Carmen; y un monumento a la esperanza: el convento de las Ursulinas (actual Oficina del Historiador de la Ciudad). Construyó además el leprosorio, la hospedería San Roque para acoger peregrinos y la iglesia de San Lázaro, además del puente sobre el arroyo “Las Jatas”, obras avaladas por el testimonio extraordinario de coherencia de vida pobre, entregada totalmente al servicio de los más necesitados. Una calle de esta ciudad lleva hoy su nombre, inmortalizando las intensas jornadas que recorría el fraile conduciendo enfermos de lepra hasta el hospicio que les había construido en las afueras de la villa. Junto al P. Valencia, el P. Olallo y el P. Felipe también fueron homenajeados por el pueblo principeño que puso sus nombres a calles de la ciudad armonizando con una constelación de santos, por los que todavía hoy los camagüeyanos nombramos las calles y plazas de nuestra localidad.

Otro religioso cuya huella marcó para siempre nuestra historia fue Fray José Olallo Valdés, hermano de la orden hospitalaria de San Juan de Dios. Primer cubano a quien la Iglesia Universal reconoció como Beato por su obra caritativa en favor de los enfermos, a quienes sirvió heroicamente, arriesgándose en medio de epidemias de cólera morbo. Como Valencia, Olallo movido por la misma misión de la Iglesia, socorrió leprosos, niños enfermos y sin escuelas, ancianos abandonados y esclavos,  y  defendió  el derecho de todos a recibir la mejor atención sanitaria, sin importar su procedencia o condición social.

La conocida como Plaza del Cristo aún conserva el nombre del P. Gonfaus de quien atesora un monumento; cura párroco de la iglesia que la preside, gran misionero, comprometido con la causa independentista proporcionó medicinas, alimentos, e informaciones a las tropas insurrectas. Tal fue su labor, que quiso el pueblo reconocerla otorgándole el grado de capitán del ejército libertador y una pensión como veterano, pero por modestia rehusó a ambos. Fue electo concejal del Ayuntamiento en las primeras elecciones de 1900.

Entre los hijos insignes de la iglesia camagüeyana en el XIX, es imposible obviar a los fieles católicos Ignacio Agramonte y Amalia Simoni, quienes sellaron su amor en matrimonio cristiano frente al altar de Ntra. Sra. de la Soledad. Amor cuya fidelidad juraron había de ser como la de Cristo a su Iglesia y así cumplieron, estableciendo una familia ejemplarísima. El amor de Ignacio y Amalia quedó testimoniado en un epistolario que sigue siendo hoy de necesaria inspiración para una sociedad en la que urge salvar la institución familiar.

Muchos fueron los católicos que dieron lustre a la iglesia y sociedad del Camagüey decimonónico, personalidades de la talla del doctor Carlos Juan Finlay, fiel de la parroquial mayor, y Gertrudis Gómez de Avellaneda y Arteaga, gloria de la poesía romántica, quien legó un devocionario de honda espiritualidad y valor literario.

Fueron ellos y otros muchos quienes predicaron el Evangelio de Jesucristo con palabras y con el lenguaje cristiano de las obras de misericordia: instruir, aconsejar, consolar, confortar, dar de comer, dar vestido, acoger al que está sin techo, visitar y asistir enfermos y presos, enterrar dignamente a los muertos. Obras por las que la Iglesia y la sociedad prepararon sin presentirlo la realidad de una Iglesia que merecía ya la dignidad de diócesis.

Testigos colosales de la presencia activa de la Iglesia lo constituyen el magnífico sistema de templos: joyas de la arquitectura y de la  historia que todavía impactan al visitante que se adentra en las calles de la “Ciudad de los tinajones”: La Mayor, hoy Catedral Metropolitana; La Soledad; La Merced, con su hermoso convento; Santa Ana; El Cristo del Buen Viaje; San Juan de Dios, con su hospital; El Carmen, antaño con su hospital y su convento; San Francisco, sustituida hoy por el Sagrado Corazón; la Caridad; monumentos que junto a las plazas y el singular trazado de las calles hicieron a parte de nuestro centro histórico merecedor del título de Patrimonio de la Humanidad.

Esta ciudad no ostenta grandes palacios residenciales, pues la fortuna de los patricios camagüeyanos se dedicó fundamentalmente a la edificación de monumentos a la fe y centros católicos para la educación y la asistencia social. Aquí resplandece, junto a otros, el ejemplo de la Srta. Dolores Betancourt y Agramonte. Además de preocuparse por la asistencia a los más necesitados, ayudó a construir la casa conventual, iglesia del Sagrado Corazón y colegio escolapio,  que a pesar del tiempo y el deterioro todavía se levantan imponentes en nuestra ciudad. Muchas otras iglesias de Camagüey se vieron beneficiadas por la caridad de Dolores, quien inconforme con lo que pudo hacer en vida dejó grandes sumas de dinero en su testamento a favor de construir iglesias como la de San José en la Vigía, reparar otras y dar educación a los más pobres.

Llegado el siglo XX y superadas las limitaciones que supuso el patronato regio para la obra de la Iglesia, el Papa San Pio X, por medio de la bula Quae catholicae religioni creó las diócesis de Camagüey y Matanzas, haciendo coincidir los límites con los de las provincias civiles del mismo nombre. Tal designación constituyó un reconocimiento, como hemos señalado, pero también un estímulo a la vieja Iglesia de joven obispado que en la primera mitad del recién estrenado siglo se aplicaría a proseguir e incrementar la obra de sus antecesores.

Durante el siglo XX, la Iglesia en Cuba tuvo la ocasión de superar los moldes españoles impuestos en la época colonial y encarnarse cada vez más en la sociedad y cultura cubanas. Después de las desamortizaciones del XIX en que el régimen español expulsó las órdenes religiosas de sus territorios, se hacía sentir con más fuerza  la obra de monjas y hermano, sobre todo en los campos de la educación con la fundación de colegios e institutos. También en el terreno asistencial con orfanatos, hogares de ancianos, hospitales y dispensarios.

El principio de encarnación, esencial al cristianismo, supone que los contenidos inmutables de la fe y misión de la Iglesia han de adoptar los modos propios de cada cultura y a través de ellos expresarse y transformar la realidad. De este modo, la Iglesia se compromete con la historia de los pueblos, y Camagüey no fue la excepción. Aunque fueron muchos los católicos que se pusieron de parte de los más humildes para asistirlos en sus necesidades y defender sus derechos, de un modo singular resplandeció la figura del Padre Amaro, párroco de Nuevitas, a quien su pueblo le dedicó una tarja que habla por sí sola: Monseñor Amaro Rodríguez Sanromán, Hijo Adoptivo de la  Ciudad, por acuerdo de nuestro Ayuntamiento, siendo tan ejemplar su brillante ejecutoria como pastor de almas y como ciudadano que en todo movimiento cívico y de progreso de la ciudad está escrito su nombre con letras de oro. Impulsor de la carretera Camagüey-Nuevitas, y de nuestro Acueducto. Paladín enérgico y cristiano de los trabajadores y de las clases humildes. Los padres especialmente, llevan todos en su corazón al “Padre Amaro”. Como testimonio de cariñoso afecto, y como emulación a sus sucesores y a todos los ciudadanos, sus feligreses y el pueblo todo de Nuevitas erige esta sencilla tarja para perpetuar el recuerdo del virtuoso Sacerdote que al marcharse no quiso aceptar ningún homenaje público”. Imitemos las virtudes del “Padre Amaro”.

La expansión de la Iglesia hacia el interior de la provincia fue obra de la recién erigida diócesis, que se aplicó a la fundación de parroquias y capillas, muchas con colegios y dispensarios. Particularmente las décadas del treinta y cuarenta fueron muy prolíferas en construcciones: la capilla provisional de Elia, junto a Baraguá, Gaspar, Piedrecitas, Falla, Chambas, Vertientes, Lugareño, Céspedes, Algodones, El Francisco, Macareño, Hatuey, Galvis, Ranchuelo, Punta Alegre, Violetas, las cinco capillas de Nuevitas debidas a la labor de Mons. Amaro, Alta Gracia, capilla provisional de Cascorro, Sibanicú, Velazco y Florat entre otras, que serían levantadas en la siguiente década.

Celebrar estos cien años nos hace volver la mirada hacia los pastores que a su cargo tuvieron el cuidado de esta porción del pueblo cubano. Fue el primero de ellos el carmelita descalzo Fray Valentín Zubizarreta y Unamunsaga, extraordinario pastor en los inicios de esta diócesis, hasta su traslado a Cienfuegos en 1922. La sede vacante fue ocupada por Mons. Enrique Pérez Serantes, infatigable misionero que recorrió cada rincón de la diócesis, dejando por todas partes anécdotas de su entrega como buen pastor. En el año 1949, le sucede  Mons. Carlos Ríu Anglés, quien impulsó los colegios parroquiales. En 1961, debido a su prolongada ausencia por razones de enfermedad, la Santa Sede nombra al P. Adolfo Rodríguez Herrera, Vicario General y Gobernador Eclesiástico. El 16 de julio de 1963 es consagrado obispo, para ser el primer cubano y camagüeyano en ocupar esta sede episcopal. Su misión de pastor se prolongó por cuarenta años, en los que su honda espiritualidad y sabiduría le valieron para levantar una Iglesia que había quedado diezmada en la nueva situación político-social. En enero de 1998, recibe en Camagüey al papa Juan Pablo II, visita que preparó con una histórica misión diocesana impulsada por laicos, a la cual él mismo calificó como la tercera etapa de la evangelización en Cuba: “los cubanos evangelizando a los cubanos”. Cuando en diciembre del mismo año, el Papa declaraba a Camagüey  como Arquidiócesis y a Mons. Adolfo como su primer arzobispo, reconocía los frutos que a lo largo de su historia la diócesis había producido, y bendecía la obra de su pastor.

El 24 de agosto de 2002 tras la dimisión canónica de Mons. Adolfo, toma posesión el actual arzobispo, Mons. Juan de la Caridad García Rodríguez.

Al celebrar los primeros cien años de la diócesis de Camagüey, nos reconocemos herederos de esta tradición y nos sentimos orgullosos de continuar la misión evangelizadora y humanitaria de la Iglesia. Cuando la Iglesia hoy asiste al enfermo, consuela al preso, da esperanza a quienes la han perdido, defiende el derecho a la vida, promueve y educa en valores esenciales al ser humano, no hace sino cumplir la misión que le es intrínseca e imprescindible en cualquier sociedad y realidad cultural.

 

P. Rolando Gibert Monte de Oca Valero

Lic. Osvaldo Gallardo González