Un amigo me lo recomendó y, como sucede
en tales casos (pese a conocer al autor), avanzó cauteloso. Al tocar a la
puerta de estas páginas me recibe un viejo inválido y desdentado, que se debate
entre comprar una silla de ruedas o una plancha para sus dientes, arisco ante
la orientación sexual de su hija. Doy otro paso, y otro, y me descubro dentro
de un almacén de almas contrariadas, disueltas por los rincones, carrusel de
sueños y esperanzas a medias. Tropiezo con un psicópata, asesino de
millonarios, con un actor famoso adicto a los prostíbulos, con un hombre
subyugado por los caprichos de su mujer...
No estoy en presencia de “grandes historias”, más bien del sutil
muestreo de lo que a veces no se ve, de ese demonio que llevamos dentro y nos
recuerda a ratos que el libre albedrío le pertenece. Son treinta narraciones
muy breves, armadas con tentadora fluidez, tenues en el contar, como
fotografías de transeúntes en cuyas expresiones encontramos el tormento de la
existencia. El autor prefiere no inmiscuirse demasiado y nos da la posibilidad
de completar cada suceso. El lenguaje (si nos atenemos a la traducción y a las
similitudes entre el español y portugués) cede el protagónico, es “sacrificado”
en aras de componer atmósferas, a toda luces, verídicas, descarnadas, casi
siempre en boca de los propios personajes: hombres y mujeres que padecen lo
mismo que cualquier ser humano en las sociedades actuales: miedo, soledad,
intolerancia. Anduve bastante tiempo desandando estas “crónicas interiores”, y
al final acudieron a despedirme una bailarina de zamba que corta la cara de su
rival, una monárquica delirante, y un frustrado aprendiz de escritor, quien me
mira y dice de mala gana: “Escribir es comenzar”. Quedo confundido, no sé si el
libro es bueno o malo, o simplemente es.
Un par de ideas estimulan mi imaginación, debo encender la máquina y
encerrarlas de inmediato. Pero mi mujer, desnuda, me solicita desde la cama.
Pienso, con nostalgia, en el absoluto, y me disuelvo en la paz de su
cuerpo.
Obdulio Fenelo
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