X
Siempre
sucede. Al anochecer, cuando me gusta caminar por Independencia y celebrar sus
balconcitos barrocos, una mujer me persigue. Su paso marca cierta cadencia
antigua (el aroma coqueta), hasta detenerme de golpe en la esquina más próxima,
como quien teme girar y reconocer un rostro acostumbrado y horrible. Reanudada
la marcha, escucho a mis espaldas la estampida de un ave, mil voces de geishas,
el sonido ronco de la respiración ancestral. Solo en el callejón de Andrade (el
que divide la ciudad en dos géneros distintos de miserias) el acertijo se
rompe. Algo se libera sobre los hombros, y después del grito majestuoso que,
imagino, solo yo escucho, la luz del día o la noche recupera el encanto.
Regreso atontado, libre, convencido de que en Independencia, alguien se empeña
en mostrarme el paso serio de la muerte.
XI
Hora es esta de refugiarme en
cualquier parte (dentro del baúl de trastos viejos o en el vientre seco de mi
madre) a fin de reducirme a ese espacio encantado y forzar el nuevo nacimiento.
Regreso al misterio del encierro, metáfora angustiosa de la existencia que
continúa fascinándome. Qué libertad no guarda algo de farsa, qué encierro no
esconde su porción de libertad. Nunca se acaba de nacer: el vientre materno nos
lanza al monstruo social, al circo del mundo, y la vida se va armando de
sucesivos abortos, pequeñas necesidades impuestas por aquello tramado fuera de
nosotros, presto a provocarnos ocultamente la sinuosidad de alegrías y
nostalgias, de las que solo es posible salvarse abriendo un orificio doloroso
dentro de uno mismo, para mirarse descarnadamente y marchar un buen día, a
planear la escapada cuerpo adentro.
Aquí,
en esta ciudad, Dios se acostumbra a los hombres. La brisa de las mañanas a la
pesada calidez de las tardes, y la lluvia dominguera prepara su banquete. No
queda otro remedio que salir a mezclarse con los adoquines y las fachadas
inquietas. Asomarse a la casa del ilustre Atanasio, zapatero cortesano, quien
brinda una sonrisa reciente y anuncia: El
mundo se vendrá abajo, tanta agua no puede caber en la tierra. Me invitará
a un rincón de su guarida, donde esconde el cofrecito de cedro blanco: Son los zapatos de Luis XIV, el rey sol,
dirá el ilustre Atanasio y la felicidad le saldrá por las pupilas.
Compartiremos el cigarro, el trago amargo, las mismas historias de hace diez
años. Regresaré antes que la lluvia cerque los portales. Atanasio quedará en la
acera, colocando minuciosamente sus zapatos para que toda el agua del cielo los
inunde. Al día siguiente, volverá a sus labores: recortar montones de
periódicos viejos, para calzar a la ciudad con las noticias del mundo.
Obdulio Fenelo
Fenelo, no recuerdo cual es el Callejón de Andrade...¿será que se me está olvidando mi ciudad desde tan lejos?
ResponderEliminarSaludos,
Vaga Pordoquier