domingo, 8 de enero de 2012

Varguitas y yo (el Nobel de Vargas Llosa)

Cuentan que fue un día caluroso en New York, demasiado para ser otoño, y Varguitas, según sus propias palabras, acababa de levantarse como de costumbre a las cinco de la mañana. A continuación la rutina inviolable: alguna lectura inteligente para empezar, en busca de motivación para su próxima clase en la Universidad de Princeton. En esta ocasión hablaría del punto de vista del narrador, con ejemplos sacados de El Reino de este mundo de Alejo Carpentier. Luego ejercicios para la espalda, caminata por el Central Park. De regreso desayuno, periódicos, un baño, y de nuevo al ruedo, a la Librería Pública de New York en la que prepararía su columna “Piedra de toque” para El País. De repente lo sorprende la figura de Patricia, su mujer, que teléfono en mano irrumpe en la sala de lectura con cara de susto. Varguitas cierra el libro. Un latigazo caliente recorre su barriga y llega hasta la garganta. Piensa en sus hijos, los amigos cercanos, aún vivos. Al fin se repone y con trabajo suelta la pregunta: “Qué pasa”. Patricia no responde y le extiende el aparato como si la llamada viniera de ultratumba, como quien dice comprueba por ti mismo. Del otro lado, el sujeto se presenta, y Varguitas no hace menos que pensar en una broma de mal gusto que alguno de sus enemigos ha tramado para inquietarlo. “Dentro de catorce minutos se hará oficial en los medios”, insiste la voz, y Varguitas mira su reloj, a su mujer, a la ventana del piso 43 del lado oeste neoyorquino, donde el día empieza teñir los edificios y los árboles de un gris tenue. Imagino la escena: esperan en silencio. Ella ha avanzado hacia él y se ha sentado en su sus piernas. Él la abraza. Muy suavemente juntan sus cabezas y se quedan así, como dormidos, como dos viejos enamorados a los que no resta otra cosa que esperar la muerte durante catorce minutos.

 

La noticia me llegó por el periódico Granma, y de golpe pasé de la satisfacción a la molestia. El periodista Pedro de la Oz titulaba su comentario algo así como el antinobel de Vargas Llosa, aplicando al novelista vivo más importante de nuestra lengua una metonimia imperdonable. Porque como sabemos este es un premio literario y la parte no es el todo, y el todo aquí es una obra monumental, alrededor de cincuenta libros entre novelas, ensayos, teatro y periodismo.

 

No pude dejar de pensar en la década del noventa del siglo pasado cuando lo conocí por primera vez (por supuesto, me refiero a sus libros), siendo estudiante en la Universidad de Oriente. El escritor y amigo Maikel Hernández Miranda me venía jodiendo hace rato con lo mismo: “¿No te has leído esto?” “¿No te has leído aquello?” Y yo, que había leído poco o nada entonces, lo miraba cabrón y le decía: “No me he leído a nadie”. Pero en vez de obtener su piedad, su respuesta era peor: “Pues estás jodido, socio”. Al poco tiempo volvió a entonar otra nueva cantaleta: “¿No te has leído a Varguitas?¿No te has leído a Varguitas?”. “Lo que tienes que hacer es dejar de preguntar y préstame los libros, coño?”.  Fue más o menos lo que le respondí y Maikel sonrió: “Vamos a ver si puedes con Varguitas”. Sé que lo hacía con doble sentido: para mortificar y para motivarme. La ciudad y los perros me pareció por aquel tiempo una novela rara, incómoda, en la que de momento se perdía la lectura fácil del diálogo con cortes brucos temporales, cambios de narrador y soliloquios aburridos. Debo haber demorado, incluso con la presión de Maikel (“¿Está duro Varguitas, eh?”, me decía), alrededor de un mes para leerla. Pero fue el inicio, ahora lo sé, de lo que pude leer y escribir en los años siguientes.

 

Esto pienso, sentado en mi casa, con el periódico en la mano. Pero ya es lunes en New York, aunque aquí siga siendo domingo, y Varguitas sale con cierta extrañeza en la mañana, mezcla de nostalgia y pueril excitación, camino a sus clases en Princeton. “En este lugar no hay éxito que te salve de ir el lunes al trabajo”, asegura el periodista Antonio Cano, cronista para El País de estas horas neoyorquinas del ya flamante nobel. Varguitas avanza erguido, casi sonriente, como si solo él guardara el secreto que salvará el mundo en las próximas horas. El bullicio parco de la gente pasa de largo con indiferencia. “Este es un buen lugar para recuperar la modestia”, piensa con resignación. Horas antes ha recibido un pequeño homenaje en el Instituto Cervantes de la Ciudad, con “bandera” peruana incluida, pero ni eso ni la portada del New York Times logran hacerlo visible. Vuelven a su memoria recuerdos de niñez, viejos amigos, los primeros escritos, viajes y libros. El cuento El Desafío, perteneciente a Los jefes, gracias al cual pudo viajar a París, conocer a Camus y no a Sartre que era su ídolo de entonces. El premio Biblioteca Breve de Seix Barral en 1963 con La ciudad y los perros, el comienzo de su gran carrera como novelista, gracias a la ayuda inestimable de Carlos Barral y Carmen Balcells. El Rómulo Gallego del 67, ganado por La casa verde, y que aceptó con vergüenza al enterarse de que había “robado” el galardón a una novela de Onetti, uno de sus maestros. Piensa Varguitas, y flota invisible entre caras y cuerpos que jamás se voltean a mirarlo, precisamente hoy, que le encantaría recibir un apretón de manos en plena calle, inevitable en cualquier ciudad latinoamericana. Pero es New York y mientras levanta los ojos para escapar de los rascacielos y buscar el infinito, intenta reconstruir su bitácora de vida y creación, un camino casi mesiánico que parece no tener fin y que acaba de prolongarse con la publicación de su última novela El sueño del celta.

 

Sus desavenencias con La Habana se inician de forma pública con La casa verde. Vargas Llosa, y valga la cruel redundancia, decide comprarse una casa con el premio. Y precisamente de Casa, pero de las Américas, llegó el reclamo. Según la carta recogida en la revista, debía haber donado el dinero para las causas justas de América. El escritor responde, defiende su libertad de elegir, no puede creer lo que le piden. Las relaciones se dañan. Está predispuesto, alerta, aunque continúa unido a Cuba, donde publica Los cachorros en 1968, hasta la separación definitiva a raíz los sucesos del Caso Padilla, que tienen su triste final en la encarcelación y el exilio del escritor de Fuera de juego y el Congreso de Educación y Cultura de 1971. Este mismo año visita La Habana por última vez. Aún no quería ser presidente del Perú, no había denunciado cierto patetismo tercermundista del latinoamericano, ni alabado a Margaret Thatcher, la dama de hierro de Europa, acciones y posturas por las que sería crucificado hasta nuestros días. Suele pasar con los artistas polémicos, transgresores, de pico caliente. Mañana se nos puede morir Varguitas, y con su muerte, los ataques (merecidos o no según de dónde se mire en términos políticos) irán cediendo terreno ante sus libros. Ya sucedió con Borges y Neruda… y en todos los casos la obra superó despiadadamente al hombre.

 

Solo con La ciudad y los perros, su primera novela de 1963, y Los cachorros, del 68, me atrevo a asegurar, Vargas Llosa influyó en buena parte de la narrativa cubana durante dos décadas. Luego vendrían sus obras mayores (Conversación en la catedral, La guerra del fin del mundo, La fiesta del chivo) y otras en tono menor. “Es cierto -comenta el escritor Javier Cerca-, sin embargo, que Vargas Llosa no siempre está en plena forma; pero eso no resuelve el problema sino que lo complica: porque resulta que, cuando parece que no está en plena forma -digamos en Historia de Mayta o en ¿Quién mató a Palomino Molero?-, Vargas Llosa está más en forma que la inmensa mayoría de los novelistas cuando están en plena forma. Lo peor es que la cosa no acaba ahí. Así como todos los novelistas sabemos que no hay ningún novelista superior a Vargas Llosa, todos los críticos literarios saben que no hay ningún crítico literario superior a Vargas Llosa, y conozco a varios que venderían su madre a una red de trata de blancas a cambio de escribir La orgía perpetua o La verdad de las mentiras.

 

No he podido leer su última novela ni el discurso del Nobel, aunque en realidad creo que ambos aportarán bien poco a su trayectoria intelectual. Tengo la certeza de que Varguitas y yo jamás nos encontraremos frente a frente, pero no debo más que decirle: gracias por el bautizo de fuego. Y al Maikel, allá en su lejano Texas, que luchó tanto por encausar mis lecturas, confesarle que su insistencia ha sido una maldición: “Me he leído a Varguitas, socio, y estoy jodido”.   

Obdulio Fenelo Noda

 

 

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