XVII
Hace apenas dos noches, he pactado con el animal que rumiaba los rincones olvidados de mi cuerpo. Conversamos, cosa extraña, como dos humanos sensatos y adultos, enfrascados en compartir unas cuantas palabras y un mismo espacio material. Yo procuro no alterar su necesidad de alimentarse a todas horas de cuadrúpedos menores, sus cacerías nocturnas después de media noche, su manera de agredir y poseerme. Él respeta mi debilidad por el té de Chipre, las películas silentes de Buster Keaton y las tragedias de Shakespeare. Hemos pensado que algo inmortal se trama en este juego ajeno a nuestras voluntades de animal y hombre, pero (sospecho) en la postrera circulación del tiempo, el uno devorará al otro sin penas ni rencores, y quedará reinando en ese lugar tramado a garras y manos, a dos voces distintas, a un mismo lamento.
XVIII
Las mañanas de agosto traen un sol nuevo que inunda la biblioteca y los recovecos de la casa, espectros de luces dispuestos a penetrar el silencio de mis libros, y tras ese contacto entre la luz de la vida y la materia de los sueños, un murmullo, un quejido, un gesto. Al entrar en la estancia algo se ha conformado ya con el sonido del aire y las palabras que recién despiertan, más allá del tiempo y las formas primarias de la muerte. Así sorprendo en un descuido a don Alonso Quijano sentado a mi mesa, aconsejando al buen Sancho. Al príncipe danés, improvisando un desconsolado monólogo, exclamando bajito “to be or not to be”. He visto a Horacio Oliveira parado en una esquina de la rue de Saint Germain, y a la Maga tratando de llorar por su Rocamadour muerto. No es todo, pero, ¿de qué vale salir a la calle y pregonar que habitan nuestras horas, y comparten el espacio de la vida al instante de tomar el té, el baño, la sinrazón y la utopía?
Obdulio Fenelo
(Tomado de Quemar las naves, Ácana, 2003)
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