martes, 3 de enero de 2012

Florida. Yo soy de donde reinaban los guapos

                                                                                              Para Cuervo, Santiaguito y Edy        

                                                                                        La muerte de cada hombre me debilita...

                                                                                                                         John Donne

 

Cuando Pichi pasó frente a mí, iba agarrándose el pecho con su mano izquierda. "Va cogido", me comentó alguien pero no le hice caso, porque nadie que corriera de esa manera podía estar herido de gravedad. Así finalizaba otra de las tantas broncas de la noche. A los pocos minutos trajeron la noticia: "Pichi llegó muerto al hospital, la puñalada le pinchó el ventrículo izquierdo". ¿La causa de la riña? La burla a un par de zapatos de su matador. Tenía veintiséis años y era el quinto muchacho de mi generación que caía en "combate". 

Sí, Florida parecía librar en sus calles una verdadera guerra al estilo de las violentas ciudades sudamericanas. No necesitaban armas de fuego (aunque a veces apareciera alguna pistolita hecha en casa o una Makarov traída de La Habana), sobraban los cuchillos, las mochas y los machetes preparados a propósito, es decir, se soldaban dos en uno para darle mayor alcance, y en el mango se les colocaba una correa encargada de asir la muñeca e impedir la caída. Recuerdo, incluso, haber visto un sable de los tiempos de España. Corrían los años finales de la década del ochenta, aún sobrevivía el socialismo en el este europeo, con veinte pesos nos aburríamos de beber y no hacía falta tener dinero para "tumbar" a una jeva. A las pistas de baile llegaban las mejores orquestas del país, escenario variopinto, concurrido por la gente más pobre, más loca, más bailadora... Los cabarets, el Cielo Floridano, el Flamingo, el Bar Búlgaro, estaban reservados para las parejas, para las personas "decentes".

En las pistas bailables reinaban lo guapos, eran los príncipes de la farándula, con su buen vestir, sus dientes de oro, sus pañuelos rojos, su talco blanco untado desde el pecho hasta la barbilla, sus especdrums (en los que podrían guardar punzones pequeños, marihuana, cuchillas de afeitar), y la cortesana de turno, dispuesta a discutir con noveles candidatas el papel de primera dama. Las funciones principales de estas mujeres consistían en proveer sexo, dinero y cuidar las espaldas de la figura: desaparecer, a la llegada de la policía, el arma de turno. A medida que arribaban estos personajes con su fama y sus rencillas a cuesta, la fiesta tomaba un matiz de suspenso: "Ya llegó el Tebo, y el Cholo anda por ahí..." La mesa quedaba servida, solo faltaba el plato fuerte: el enfrentamiento entre los contrincantes de moda. ¿Por qué? Jamás lo supe con certeza. Supongo que trataban de demostrar quién era el mejor, el más temerario, el más respetado, el más guapo. Recuerdo el nombre de tres familias como las grandes animadoras de estas lides: los Bambules, los Villena y los Bebo, compuestas todas por numerosos hermanos que iban "cayendo" (mutilados, muertos, presos) de batalla en batalla. Como muchacho inquieto que siempre fui, observé varias peleas en primera fila, ignorante del peligro, queriendo archivar la primicia del nuevo vencedor. Pero no se trataba de un deporte, aquí se mataba y se cortaba de verdad, a sangre fría, como en el coliseo romano, y a veces sufrí pesadillas que he arrastrado hasta hoy. No exagero si digo que en Florida se gozaba con miedo, que muchas madres vivían con el susto de perder a un hijo en cada jolgorio. Recuerdo a la mía, pese a mi enfado, desvelada en el portal los días de festejos y carnavales.

De los guapos que conocí entonces, el que más llamaba mi atención era Ricardo, el bebo, (a veces también llamado: Corazón de León). Alto, flaco, guerrillero, veterano de mil combates, con dos dedos lisiados en su mano derecha, el Bebo fungía como cabeza de familia, y su singular sentido del humor afloraba en el instante menos pensado de la riña. Por ejemplo, lo ofendía que aguantaran a sus contrarios. Torcía los labios y decía con su voz gangosa: "A él no, aguántenme a mí, que soy el má peligroso". Cuando su única defensa era una cuchilla de afeitar marca Astra, la tomaba con dos dedos y le hablaba: "Cógelo, Astra", como si el objeto tuviera vida propia, como si fuera un perro guardián.

A la llegada del periodo especial, las cosas cambiaron, y de repente los guapos caen en desgracia y pierden su escenario natural: la ausencia de bebidas al por mayor y de presupuesto para contratar orquestas decreta el cierre de las pistas. Ante semejante problema, como por instinto de conservación, invaden los cabarets nocturnos. De inmediato éstos dejan de ser lugares tranquilos para transformarse en el nuevo escenario de las contiendas. Pero el dinero pierde valor, los precios suben, y ya los cincuenta pesos ganados en la mesa de juego, exigidos a una amante o procedentes de pequeños delitos, no garantizan nada. Las mujeres los abandonan para convertirse muchas en putas, digamos, "profesionales", y a los príncipes solo les quedan dos opciones: aumentar la categoría de sus delitos e intentar algún negoció. Por supuesto, en ambas empresas estaban condenados al fracaso. Así se fue forjando la decadencia de esta casta, que conllevó a que gran parte de sus héroes, ante lo inhóspito del panorama social, optaran, unos por retirarse, otros por hacer carrera en las cárceles.

Años después, cuando ya mi vida había experimentado una drástica transformación en las aulas, cuartos y tertulias de la Universidad de Oriente, y mi belicosa niñez, en la distancia, sonaba como una temporada en el infierno, el periodista y amigo Luis Ortiz Chaviano me comentó, sorprendido y algo melancólico, un libro que acababa de rescatar de un baño: la Historia local de Florida, publicada en 1932. Allí descubría con asombro la vida cultural y social floridana: publicaciones periódicas, sucesos históricos, fotos de personajes importantes. "Chava —le pregunto—, ¿y no se habla de los guapos?" "¿De quién?" "De los guapos del treinta dos". "No, de eso no dice nada", me responde, incrédulo, y piensa que le estoy tomando el pelo.  Pero no, no estoy de bromas, solo me pregunto cómo conoceríamos (por mencionar uno de sus estudios) de los míticos abakuás, si no hubiera existido un Fernando Ortiz desprejuiciado y curioso ante todo lo que se movía al margen. ¿Qué sería de Yarini, el gran dandy, chulo y guapeador, uno de lo grandes mitos populares cubanos, de no haber sido protagonista de crónicas y libros? Aunque nos pese, por los males que encierra y las trágicas consecuencias de sus actos, el otro vive ahí, a nuestro lado, y forma parte del ajiaco que nos define.

Una mañana de verano de 1997, cuando un vendedor ambulante tocó a mi puerta anunciando variadas opciones de quincalla barata, pensé en la historia como un juego más del hombre con su tiempo. Al abrir, vi el rostro curtido de Ricardo, el bebo, sus canas incipientes, su ojos empeñados en lograr la venta (aretes, cadenas, pulsos), el diente de plata destellando a través de su voz que decía: "Es de la buena, mi sangre, yo no vendo mierda, yo soy el Bebo, ¿tú no me conoces?". Creo que no compré nada. Sentí pena, quizás nostalgia por los muertos que, de alguna manera, serán también mis muertos, por el Bebo, luchando contra su decadencia, por la pérdida, en los libros futuros, de esa otra historia que nadie contará, por los grandes excluidos de las páginas impresas, cuyos rostros y pequeñas vidas perderemos para siempre.

 Obdulio Fenelo Noda

 

1 comentario:

  1. ¿Y qué hizo tu amigo Ortiz Chaviano con el libro? Dile que es muy raro, y que en estos momentos se vende en España un ejemplar por 110 euros. Ni siquiera Google lo tiene scaneado.
    María Moliner

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