domingo, 22 de enero de 2012

Desde la cierta paz que nos separa (2)

Fredo llegó media hora después de la acordada. Se bajó del taxi impecablemente vestido: sombrero vaquero, jeans y botines. La única diferencia con las demás imágenes que recordaba era la ausencia de las joyas. Le gustaba cansarse el cuello, adornarlo de un ramillete de cadenas de oro, engarzar sortijas con los diez dedos de sus manos.

—Casi me iba, acordamos a la cinco —se quejó Paco al estrecharle la mano.

—Problemas, problemas, la vida se complica en un segundo.

—Sí, la vida se complica. Debido a una de esas complicaciones vas a llevarte una reliquia millonaria en una ganga.

—Vamos, Paco, nadie en esta ciudad puede pagar lo que pedías.

—Nunca pensé en esta ciudad, me fallaron los compradores de La Habana. Sabes bien que con más tiempo se puede vender al doble.

—Eso es bla, bla bla, lo seguro es lo seguro. Vale más pájaro en mano que cien volando. Bueno, ¿lo pruebo o no?

El Chevrolet era todo verde, coincidían la pintura exterior y el tapizado. Un perfecto ejemplar de 1957, auto de lujo, valorado en su tiempo como uno de los mejores. La emoción le hizo decir a Fredo dos o tres tonterías. Paco lo miraba receloso, a punto de odiarlo y arrepentirse.

—Verde que te quiero verde. No dice así una poesía, ¡ja, ja! —río Fredo. Cuando el carro arrancó, Paco sintió un cosquilleo amargo en la barriga. Abrió la puerta para acompañarlo pero Fredo lo tomó como una ofensa.

—Con desconfianza no se puede negociar. Voy hasta el desvío y vuelvo, ¿ok?

No subió al carro. Se sentó en la carretera y esperó tres horas el retorno de Fredo. Allí le cayó la noche encima y con ella la rabia, el dolor de sentirse estúpido. Lo había visto perderse en el desvío, decir adiós. Hijo de puta, se estaba despidiendo de verdad.

 Amaneció recorriendo bares y cantinas. Trató, en vano, de hallar alguna pista del Chevrolet. Prácticamente había olvidado a Joaquín, o mejor, no quería recordarlo. Él también era culpable, sin duda tenía un don trágico, una epidemia contagiosa que infestaba todo a su alrededor. Tuvo deseos de gritar, de hacer una locura, romper una vidriera, por ejemplo. A medida que se acercaba a la casa, se agrandaba el odio, en el que Fredo y Joaquín se confundían. Se asumió deseando la muerte de uno y de otro, o de los dos a la vez. Lo deseó tanto, de tan visceral y rara manera, que lo encontró muerto. Llevaría cinco horas o más de difunto, ya ni siquiera se parecía al viejo Joaquín. Estaba encogido, chupado hacia dentro. No experimentó ninguna culpa. Sin embargo, de repente, empezó a dolerle el silencio, el cuerpo inanimado. No lo imaginó metido en el cajón gris, daría un muerto ridículo. Lo arregló todo para enterrarlo enseguida. Se ahorraría el velorio, las inútiles formalidades posmuerte.

 

Cuando Joaquín descansó en paz, retornó a la casa. No pudo dormir, no tendría tranquilidad mientras Fredo se estuviera paseando en su Chevrolet. Como un alumbramiento le vino la cara de la mujer. Buscó la tarjeta. No eran horas de visita, pero las putas siempre estaban disponibles.

—Ya no soy la preferida de Fredo, ahora le molestan mis tetas, dice que las tengo demasiado grandes y caídas. Es una simple excusa, a los demás hombres les arrebatan así.

La Cangura llevaba un refajo blanco, muy transparente. Dos pezones redondos, casi domésticos, sobresalían debajo. Había traído cerveza, música y se exhibía en toda su plenitud, dueña del espacio.

—No sabía si venir a esta hora.

—No te preocupes, estaba despierta, acabo de llegar. ¿Te gusta la música romántica?

—Necesito encontrar a Fredo.

—No quiero ver a ese desgraciado, tiene una putica nueva que no pasa de los quince. Está de luna de miel.

—Me robó el carro.

—!Ja!, debí imaginarlo, el juego lo dejó desplumado, no sale de las peleas de gallos y perros, empeñó hasta las joyas.

—¿Dónde está?

—No sé, si lo supiera te lo diría gustosa, me la debe.

—Toda la mierda llega junta... También se murió el viejo.

—¿Quién?, ¿tu amigo?

—Era mi padre... aunque no lo quisiera.

—Bueno, no hablemos de cosas tristes, ¿eh?

Las latas de cervezas se fueron acumulando. La Cangura, provocativa, sensual, lanzaba pasillos al compás de las melodías. Paco ya no pudo controlar las erecciones fugaces, cayó en un estado de exaltación sexual. Se entretuvo mirando los discos, procurando aliviarse y cuando sus ojos la reencontraron estaba casi desnuda. Improvisaba un striptease. Se había sacado el refajo y exhibía dos tetas como globos inflados, extrañamente apetecibles. El blúmer, negro, económico, se le perdía entre las nalgas. El tatuaje furtivo asomó, una cangura y su cangurito. Continuó bailando y, de repente, acariciándose los pezones, preguntó:

—Crees que estén mal, que ya no sirvan, como me grita ese desgraciado.

—Para mí, las mujeres son como los carros, la forma exterior no dice nada, lo que vale es el corazón, el sabor interior, el misterio. He visto carros y tetas perfectas que al probarlas dejan una gran decepción.

—¿Qué insinúas?

—Que tengo que probar.

La Cangura sonrió y lo tomó del brazo. Armaba su atmósfera, agradable, contenida. Él la dejaba manejar la situación, los ritmos. Poco a poco, perdió la camisa, el pantalón, los zapatos. Entonces ella inició el verdadero juego: se insinuó de frente, de espalda, se pegaba y retrocedía. Le besaba desde el pecho hasta el ombligo. Volvía a alejarse. Sacaba la lengua y, burlona, la regalaba a medias. Estaba muy excitado, el alargue del coqueteo dejó de complacerlo. Quiso retenerla, atraparle las caderas. La Cangura se las ingenió para zafarse y corrió al cuarto.

La encontró tirada en la cama, de espalda, ya desnuda, mostrando un culo admirable, bien formado. Se quitó el calzón. Comenzó a besarle las piernas y fue escalando las nalgas impolutas. Se estremecía. «Despacito, méteme el dedo», la oyó decir. Hundió un dedo entre las dos pelotas y siguió besando. Le gustó percibir el olor a hembra mojada, a vulva sazona. La mujer se viró violenta. Abrió las piernas. Intentó tomar su cabeza y obligarlo a entrar pronto abajo. Se negó. Era él quien prefería ahora la dilatación, las escalas intermedias en bordes y esquinas. Por fin, su lengua rozó el centro y disfrutó la humedad tibia, el estremecimiento del cuerpo.

—Eres malo, muy malo.

La Cangura tomó la ofensiva. Con increíble agilidad, lo colocó bajo su dominio y otra vez la lengua reptando, yendo y viniendo, detenida en las partes vulnerables.

Paco trató de mantenerse firme, macho. Lo iba debilitando, jugaba truculenta con su miembro erecto. A duras penas resistía la avalancha de recursos: lengua, manos, labios, suspiros, frases. A punto estuvo de soltar el chorro contenido, pero logró evadirla y encerrarla contra sus piernas.

—Tú también eres malita. Te gusta hacer sufrir, humillar. Tramó la venganza, y solo cuando la supo sumisa, cuando suplicó que la penetrara sin demora o moriría, se entregó, y así fueron realmente ellos, libres de actuaciones y simulacros, sin miedo del papelón, no los personajes inventados antes. A la sinceridad, a las ganas emancipadas siguió cierta perfección. Se iban agotando sincronizados en el tempo de los cuerpos, la cadencia musical, la respiración cortada, intensa, disuelta en el aire. Con la llegada del día se buscaron de nuevo. Ya puros, desterrando adornos y reservas.

—Para ser la primera, no está mal —exclamó la Cangura dejando escapar un suspiro.

—Demasiado juego, sobraron cosas, faltó economía.

—No puedo evitarlo, es un vicio del oficio, mientras más rápido la saquemos, mejor. En otro tiempo me costaba mucho entregarme, separar el trabajo de la vida, aunque lo hiciera por placer, con alguien que me gustara. De tanto montar el personaje se me quedó. Los años enseñan y he aprendido a disfrutarme, ya no me observo, no estoy fuera, sino adentro, soy protagonista del acto que quiero, ¿entiendes? Claro, quedan los trucos, la imaginación.

Paco pasó los dedos sobre el tatuaje en tinta negra, reluciente. La cangura y el cangurito se miraban, como un cuadro renacentista de la Virgen y el Niño, rodeados de una vegetación que sugería la selva australiana.

—¿Qué significa?

—Toda mi fama la debo a eso. Nada, la misma historia. Diecisiete años, ganas de descubrir el sexo, el amor. Se elige al tipo equivocado, te quedas con la barriga hinchada, sola y, sin tiempo para acostumbrarte, de la noche a la mañana, te nace un hijo. La pasábamos mal en casa mi madre y yo. Le dije que la única salida era meterme a puta, que me cuidara al niño. La vieja accedió. Conocí a Fredo, logró conseguirme un cuarto, ropa y algún dinero, así empecé. Los primeros meses no logré mucho. La vieja se quejó y me devolvió el niño. Entonces, de noche, lo cuidaba una vecina hasta mi regreso. Pero como no podía quedarme en ningún lado, traía a los clientes a casa. En ocasiones, el niño despertaba llorando y los hombres se molestaban, perdí mucha clientela. Tenía que parar y darle la teta, su único sedante. Una noche, el tipo de turno estaba muy borracho. El niño comenzó a chillar. No lo pensé dos veces, le enganché la teta y abrí las piernas. No sé cómo se corrió la noticia. La gente empezó a crear la leyenda de la Cangura, que cuando enganchaba al cangurito era un fenómeno. Ellos convertían mi sufrimiento en un exótico placer, les gustaba la imagen maternal, los excitaba. Quise aprovecharlo. En poco tiempo, la mayoría quería hacerlo con el niño de copiloto, sobre todo los turistas, que son más sádicos. Hubo uno que trató de acariciarlo. Le mordí una oreja y lo amenacé cuchillo en mano. Fue la última vez, lo llevé para casa de mi madre. Como el negocio mejoraba le di dinero suficiente, y no interpuso objeciones. Ese es el cuento, se quedó el apodo y resultó. Estuvieron rememorando lo ocurrido. Se revelaron pequeños secretos, falsas confesiones. De pronto, se quedaron sin palabras y el sueño les tironeó los ojos.

Paco despertó a media mañana, y, después de inspeccionar el cuarto, no supo de dónde le vino el arrepentimiento. La mujer parecía un objeto más, algo viejo o anacrónico, y pensó: «Desde esta cierta paz que nos separa, existe la mentira, lo transitorio y vano». ¿Qué parte de la Cangura lo irritaba? Quizás el cansancio, el juego, el haber conseguido un buen orgasmo a base de una mujer un tanto vulgar, desconocida, o el aceptar que le gustaba y lo hacía ereccionar como ninguna. La Cangura lo sorprendió vistiéndose. Le sonrió. No pudo evitar la cara afligida, corresponder reservado. La mujer notó el desencanto.

—Cambia esa cara, te tengo un secreto de regalo.

—Estoy agotado.

—Te gustaría agarrar a Fredo, ¿no?

—¿Qué te traes?

—Es un secreto, puede matarme si se entera.

—¿Ahora también comenzarás a jugar?

—Tiene un cuarto en la ciudadela de La Fontana, es su escondite. Va todos los días a darle de comer a un cachorro peleador, dice que será una fiera, que puede reportarle miles. Tengo una llave en el bolso. Si sientes al animal, puedes entrar y esperarlo, no se irá a ninguna parte sin ese perro.

—¿Por qué no me dijiste cuando pregunté?

—Te hubieras marchado enseguida.

—¿Puedes prestarme algún dinero?, pagaré con intereses.

—¿Cuánto?

—Doscientos o trescientos, para tirar unos días.

¿De dónde provenía exactamente? ¿Del robo humillante? ¿Del viejo Joaquín moribundo y pervertido sexual? ¿De la última Cangura desparramada en la cama? Ninguna razón arribó definida, pero la idea de matar a Fredo le iba envolviendo el corazón, golpeaba en los lugares sensibles al odio, neutralizaba las dudas, restringía el miedo. Necesitaba un arma, no se mataba con la mirada o el deseo, lo de Joaquín había sido coincidencia. Un arma de fuego, las blancas lo molestaban, no sabría manejarlas, acercarse y maniobrar. Aunque pesándolo bien, ¿para qué matarlo? Fredo se cagaría con tan solo ver el cañón apuntándole, y así se ahorraba el muerto. Ya no contaba el dinero, lo importante era recuperar el carro intacto, sin un rasguño. Sí, el carro, a cambio de su vida, o le agujereaba el pecho.

Cambió el rumbo y se adentró en los barrios periféricos, lugares vistos de pasada. Nunca imaginó tantas casas y caras miserables. Buscaba al Rubio, traficante de armas. Se presentaría como enviado de Trébol, un amigo corredor de carros que le recomendó estar siempre armado en un negocio de tanta plata. No lo escuchó entonces, él negociaba con gente decente, lo de Fredo había sido una emergencia y le costó caro confiar en un chulo especulador que solo conocía de bares.

Rebuscó y preguntó cerca de una hora, nadie lo conocía o fingían no conocerlo. Vio a un niño fumando, echado en una esquina, y le mostró un billete.

—Estoy buscando al Rubio.

—Siga el callejón, la primera entrada a la izquierda, la última casa —contestó y se tragó el dinero.

Dio tres toques fuertes. Iba a gritar cuando el hombre pasado de rubio, viejo, casi albino, entreabrió la puerta.

—¿Qué quiere?

—Vengo de parte de Trébol.

—¿De quién?

—De Trébol, el corredor de carros, necesito un arma.

El Rubio escudriñó bien la cara, los ojos, la figura entera. ¿Sería un fiana vestido de paisano? Buscó algún gesto delator y terminó desistiendo, tenía pinta de tarrú, no de poli. Le dio la espalda e hizo un gesto para que lo siguiera.

—Le he dicho a Trébol que no me mande a nadie, ya no se puede confiar, hay policías con cara de ladrones y ladrones con jeta de policías —se quejó antes de perderse en el fondo y volver con un cajón de madera.

—¿Qué?, ¿quiere matar a su mujer?, ¿la cogió enganchada con otro?

—No, no tengo mujer, es un problema de negocios.

—Todos dicen eso, «problemas de negocios», y los tarros les salen hasta por los ojos. Aquí tiene: Macaró, pesada pero más alcance. Veintidós, menos mortal, discreto. Treinta y ocho, viejo, escandaloso, bueno en intimidaciones.

—¿Precio?

—Eso depende, ¿quiere alquilar o comprar?

—Alquilar.

—Para matar no alquilo, tiene que comprar y desaparecer el arma, no...

—No quiero matar, solo intimidar a alguien que me debe mucho dinero.

—Entonces le vendrá bien el Treinta y ocho. Con seis balas salvas son doscientos pesos diarios, más cien de garantía. Cuando lo traiga se los devuelvo.

 

El perro ladraba, corría tras la pelotica, la agarraba y la retornaba a su mano. Era un cachorro hermoso, de  grandes manchas negras. «Si pudieras decirme dónde está tu dueño. Sé que no tienes culpa, nadie elige su vida, los padres, los amos, ellos lo eligen a uno, y así se traza el destino, repleto de torceduras inexplicables, a partir de los que nos escogen. Soy un desconocido en tu mundo, ¿no es así? Cada día trae sorpresas inesperadas contra las que no estamos preparados».

Pasó la manó sobre la cama. Probó dar unos salticos y se quedó sentado, con la espalda recostada en la pared, viendo jugar al perro. Le molestó el revólver atravesado en la cintura. Lo sacó y colocó encima de las piernas. Se sorprendió con los ojos cerrados a pesar de los ladridos. El agotamiento, las noches sin dormir lo rendían. Sintió el cuerpo demasiado tenso, las piernas como columnas de hierro. El perro continuó ladrando. Entró en sueños turbulentos: voces, gritos, asesinos que lo perseguían y masacraban finalmente. No es un sueño, se dijo aún dormido. Quiso abrir los ojos, pero no logró despegar los párpados. Ahora un can enorme lo acorralaba. Los ladridos se hacían más fuertes, fierros, cercanos. Estaba en un lugar indefinido, sin escapatoria. Ya el perro hundía sus colmillos, cuando soltó el grito y despertó.

—Tranquilo, tranquilo —escuchó decir. Terminó de abrir los ojos y pensó que la imagen del frente formaba parte de la pesadilla. Fredo le estaba apuntando con su propia arma, sonreía. El cachorro no dejaba de ladrar.

—Te divertiste anoche, ¿no?

—¿Qué hiciste con el carro?

—¿De qué carro estás hablando?

—No te hagas el comemierda.

—Aquí el único comemierda eres tú.

La soberbia, el rencor lo fue ganando y en un arrebato se le lanzó encima, contra una de las paredes. El disparo vano pasó cerca de su cara. Alcanzó, por poco, a esquivar el rafagazo de pólvora encendida. Con el choque, la pistola cayó al suelo. Lo dos hombres rodaron por la habitación sin ventajas distintivas en la pelea para ninguno de los bandos. El perro mordisqueaba juguetón cualquier zapato. Fredo mejoró su posición y le conectó dos golpes efectivos en el vientre. Paco administró el aire y se repuso. No solo pudo dominarlo sentándosele encima, sino que frenó el movimiento de los brazos y pasó rápido los suyos alrededor del cuello del otro.

—Hijo de puta, te voy a matar. Crees que soy maricón, ¿no? ¿Dónde está el carro?

—Pen... de... jo... No... tie... nes... co... jo... nes.

Estrechó el círculo de las manos. La cara de Fredo cambiaba de coloración, la lengua formó un remolino interminable. El perro miró la cara del amo y corrió a esconderse. Fredo supo que podía matarlo, pero lo peor fue que no experimentó miedo, tenía unas ganas inmensas de verlo desinflarse.

—¿Dónde está el carro?

Aunque hubiese querido, a Fredo le fue imposible articular palabra. El rojo de la piel pasó a sepia. Estaba rígido. En un descuido, Paco cedió un mínimo espacio y Fredo gritó, con el poco aire conseguido.

—¡Me... mata, cojones!

Una punzada fría, aguda, penetró la espalda de Paco. Después, el dolor tibio. Los objetos, el cuarto, la figura de mujer que daba vueltas. El desplome, la caída, la palabra última:

—¡Puta!

La Cangura tiró el cuchillo. Se quedó mirando la herida de la que no cesaba de brotar sangre. Se arrimó a Fredo y lo ayudó a la puerta.

—Tenemos que irnos.

—¿Por qué demoraste tanto...?, casi me mata.

—Tenemos que irnos ¯repitió mientras contemplaba a Paco. El perro salió de su escondite. Olfateó la sangre y se decidió a probar. Fredo lo recogió antes de pegar una patada en el cuerpo casi inerte.

—Lo siento —dijo la mujer y cerró la puerta.

Obdulio Fenelo Noda

 

Nota: Este cuento pertenece al libro Háblame de Estambul, publicado por la Editorial letras Cubanas en el año 2010

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