jueves, 26 de enero de 2012

La Habana difunta para un Lennon insepulto

 

Para Guille Vidal, in memoriam

 

Tener cerca de lo que nos rodea

y cerca de nuestro cuerpo,

la idea fija de que nuestra alma

y su envoltura caben
en un pequeño vacío en la pared

o en un papel de seda raspado con la uña.

José Lezama Lima

 

La Habana es una ciudad promiscua y secular, secularmente promiscua y promiscuamente secular. Todo en ella está dispuesto de manera erótica; no me extrañaría demasiado ver a los desconocidos besarse y tocarse en la calle. No hay agresión en su sensualidad; nadie nota la insistencia de una mirada lasciva sobre un escote pronunciado o unas entrepiernas brumosas demasiado expuestas al fresco. La gente incluso se “roza” sin muchos miramientos. Claro que estamos en el siglo xxi; sin embargo, no comprendo cómo pudo esta ciudad esconder ese espíritu durante los años gloriosos de la “abstinencia” colectiva.

Ese mar penetrando el malecón es la imagen más sensual: cuando la ola viene sobre la roca, ¿la acaricia o la golpea?, ambas, mi tía, ambas. La Habana me saca de quicio, me entra a chorros por los sentidos y me arrastra, me da hambre de hembra y ganas de cagarme en el matrimonio y en la situación internacional. Allí conocí a Amy, la norteamericana que vive en Puerto Rico, y que no entiende bien eso del peso convertible, y el 26 x 1; y yo que le puedo robar ahora, que debiera, para comprarle al Pepe el tren con línea que me pidió por teléfono. Pero Amy tiene los ojos azules, y es rubia, y sube las piernas para oír las conferencias literarias, y se quita los zapatos, y me pregunta mi nombre, y lo repite: “Oswaldou Gaillardou”, y dice que es un nombre muy grande. La Habana es una ciudad muy sensual. Dijo Guillén que los camagüeyanos se dividen en dos clases: los que han ido a La Habana y los que quieren ir. Yo soy de las dos. La Habana es nuestro París, al menos debe templarse tanto como allá.

Tuve dos mujeres en el Malecón... sus pechos al alcance de mi mano y sus carnes temblando de deseo; pero no era yo, era el mar. Lucía iba conmigo por primera vez, estábamos en un evento estudiantil, nos fuimos a tomar una botella junto al mar, a tomarnos el mar, y no le hice nada; ni La Habana pudo con mi timidez, yo estaba todavía pensando en Annielsis y su lejanía. Luego en Camagüey siempre me recrimina, ¿y aquella noche en el Malecón por qué no me besaste? Con Leidys igual, estaba buena, tenía las piernas gordas y me hablaba mal del marido, que no le gustaban las misas del padre Ernesto, y que el mar le daba ganas de llorar. Luego en Camagüey la invité a salir y no fue. Lucía no ha vuelto a La Habana y quiere ser mi amiga. Leidys engordó hasta la indecencia. Creo que por eso llevé a Janet María de luna de miel, la retraté en el Malecón y le hice el amor a solo unas cuadras en el Hotel Lincoln. Yo no me acosté con mi mujer, fue La Habana quien la desvirgó. La Habana te invita: hagamos el amor y no la guerra, o, al menos, hagamos la guerra del amor.

Caminar por La Habana con Ramiro es heredar la memoria de su generación, la mía no tiene memoria. Nuestra generación no ha hecho nada, todo lo encontramos hecho o deshecho. No nos escondimos para oír a los Beatles, no alfabetizamos, no nos reímos, ni siquiera hemos llorado juntos, llegamos tarde hasta para la guerra de Angola. Templar sí que lo hemos hecho, pero ni en eso creo que nos llevemos las palmas. Con razón dice él que somos unos vagos. Nuestra misión puede ser esa: vivir los recuerdos de los otros, esa también puede ser una misión gloriosa. Con Ramiro subí los escalones hasta el Alma Máter, de allí se fue por el pecado de ser diferente, o por el todavía peor de preferir serlo, de amar más a unos prójimos que a otros y por gustarle demasiado la literatura de verdad y la vida en su verdad. Dice que caminar por La Habana es recordar y que recordar es volver a morir. Ojalá estuviera yo tan muerto como él.

 

Es muy triste que haya otra Havana, la que ha visto Fernando, la que llora de noche y marcha de día, la que no se compone con un poco de cal y de ternura. A las dos Habanas las atisba, desde su parque en el Vedado, Sir John Winston Lennon; parece un happening de su invención el hecho de que esté ahora, desde sus gafas de acero soldado, mirándonos para siempre. Es el voyeur más notorio de la villa. Hasta hace un tiempo aguantó de todo: las salpicaduras de los pájaros, la orina de los niños y de algún borracho, las actividades en su honor, la música (salsa, por supuesto), el sexo, el llanto, el humo, las flores, la lluvia. Y era un voyeur feliz. La gente no se preocupaba por él y a él le divertía esta pequeña venganza de su música: él presidiendo este parque habanero donde los jóvenes se comen a besos. Los jóvenes que ya no oyen mucho a los Beatles, pero se tocan y se tocan y se tocan y se tocan y se tocan; y les gusta retratarse desnudos como a él y Yoko, y fumar como a él y Yoko. Los jóvenes que saben muy bien que love is a hot gun y que la guerra es una mierda. Ahora no es igual, ahora el voyeur de acero bohemio es víctima de un voyeur oficial; frente a él, bajo lluvia, sol y sereno, vigila un guarda parques, custodio o CVP de nuevo tipo, que cuida, no su integridad total, sino la de sus espejuelos. A la vez que cuida sus espejuelos —los que un jodedor muy listo se llevó una vez, y sabe Dios dónde reposarán o qué sueños estarán alimentando [vox populi]—, bendita herramienta voyeurística, anula el encanto de mirón impenitente de Lennon que ya no está solo con La Habana, con los jóvenes, con el sexo, con la orina y las flores.

La Habana es promiscua y secular. Siempre será así, incluso dentro de cinco siglos: luego del segundo diluvio, el choque con un meteorito —que provocará un tsunami que hundirá por siempre jamás a los Estados Unidos en el mar—, la tercera glaciación y la quinta conflagración bélica, la gente seguirá haciendo el amor e imaginando un mundo más amable. Así, un día cualquiera habrá, en el parquecito de 17 y 6, una actividad en conmemoración al milenio del desencuentro cultural entre Europa y América. En el mismo sitio donde estuvo, por casi trescientos años, la estatua del ex-beatle-voyeur, un señor muy mayor, quizás inglés, develará una tarja:

AQUÍ INMORTALIZÓ SU MISIÓN SOBRE LA TIERRA

 UNA ESPECIE HUMANA CONOCIDA COMO CEBEPÉ.

 EL ÚLTIMO DE SUS INTEGRANTES CUIDÓ

 HASTA LA MUERTE

A LA REPRESENTACIÓN ESCULTÓRICA

DE UN MÚSICO NO IDENTIFICADO QUE GOZÓ

DE ALGUNA POPULARIDAD ENTRE LOS HABANEROS.

 

A SU MEMORIA ETERNA EL TESTIMONIO

DE LA HABANA AGRADECIDA.

SIGLO V

 D. N. E.

POSTERIOR AL TRIUNFO DE LA REVOLUCIÓN CUBANA

 

La Habana es promiscua y secular. Oh! I believe in yesterday.

 

 

En Pueblo Blanco, el 8 de diciembre de 2003.

Vigésimo tercer aniversario del asesinato de John Lennon 

 

 

PS: Luego de haber leído La Habana para un infante difunto, visto el filme Suite Habana y visitado la capital de la República por undécima vez. No estuve en el sitio de Lennon.

 

 

Requetepostscriptum: Este texto raro e irreverente forma parte de la colección de cuentos La huella infidente y algún sobresalto, compilada por Ramiro Fuentes Álamo para la editorial Ácana, en el 2003,  donde él y yo, entonces, jugábamos al poder de editar librillos. Fue escrito a petición de Lionel Valdivia para una velada cultural en honor a Lennon que tuvo lugar en la filial del Instituto Superior de Arte de la ciudad, no lo leí allí porque me pareció inadecuado, pero me gustó bromear publicándolo en el libro que hacía Ramiro, y que yo emborronaba como editor.

 

domingo, 22 de enero de 2012

Desde la cierta paz que nos separa (2)

Fredo llegó media hora después de la acordada. Se bajó del taxi impecablemente vestido: sombrero vaquero, jeans y botines. La única diferencia con las demás imágenes que recordaba era la ausencia de las joyas. Le gustaba cansarse el cuello, adornarlo de un ramillete de cadenas de oro, engarzar sortijas con los diez dedos de sus manos.

—Casi me iba, acordamos a la cinco —se quejó Paco al estrecharle la mano.

—Problemas, problemas, la vida se complica en un segundo.

—Sí, la vida se complica. Debido a una de esas complicaciones vas a llevarte una reliquia millonaria en una ganga.

—Vamos, Paco, nadie en esta ciudad puede pagar lo que pedías.

—Nunca pensé en esta ciudad, me fallaron los compradores de La Habana. Sabes bien que con más tiempo se puede vender al doble.

—Eso es bla, bla bla, lo seguro es lo seguro. Vale más pájaro en mano que cien volando. Bueno, ¿lo pruebo o no?

El Chevrolet era todo verde, coincidían la pintura exterior y el tapizado. Un perfecto ejemplar de 1957, auto de lujo, valorado en su tiempo como uno de los mejores. La emoción le hizo decir a Fredo dos o tres tonterías. Paco lo miraba receloso, a punto de odiarlo y arrepentirse.

—Verde que te quiero verde. No dice así una poesía, ¡ja, ja! —río Fredo. Cuando el carro arrancó, Paco sintió un cosquilleo amargo en la barriga. Abrió la puerta para acompañarlo pero Fredo lo tomó como una ofensa.

—Con desconfianza no se puede negociar. Voy hasta el desvío y vuelvo, ¿ok?

No subió al carro. Se sentó en la carretera y esperó tres horas el retorno de Fredo. Allí le cayó la noche encima y con ella la rabia, el dolor de sentirse estúpido. Lo había visto perderse en el desvío, decir adiós. Hijo de puta, se estaba despidiendo de verdad.

 Amaneció recorriendo bares y cantinas. Trató, en vano, de hallar alguna pista del Chevrolet. Prácticamente había olvidado a Joaquín, o mejor, no quería recordarlo. Él también era culpable, sin duda tenía un don trágico, una epidemia contagiosa que infestaba todo a su alrededor. Tuvo deseos de gritar, de hacer una locura, romper una vidriera, por ejemplo. A medida que se acercaba a la casa, se agrandaba el odio, en el que Fredo y Joaquín se confundían. Se asumió deseando la muerte de uno y de otro, o de los dos a la vez. Lo deseó tanto, de tan visceral y rara manera, que lo encontró muerto. Llevaría cinco horas o más de difunto, ya ni siquiera se parecía al viejo Joaquín. Estaba encogido, chupado hacia dentro. No experimentó ninguna culpa. Sin embargo, de repente, empezó a dolerle el silencio, el cuerpo inanimado. No lo imaginó metido en el cajón gris, daría un muerto ridículo. Lo arregló todo para enterrarlo enseguida. Se ahorraría el velorio, las inútiles formalidades posmuerte.

 

Cuando Joaquín descansó en paz, retornó a la casa. No pudo dormir, no tendría tranquilidad mientras Fredo se estuviera paseando en su Chevrolet. Como un alumbramiento le vino la cara de la mujer. Buscó la tarjeta. No eran horas de visita, pero las putas siempre estaban disponibles.

—Ya no soy la preferida de Fredo, ahora le molestan mis tetas, dice que las tengo demasiado grandes y caídas. Es una simple excusa, a los demás hombres les arrebatan así.

La Cangura llevaba un refajo blanco, muy transparente. Dos pezones redondos, casi domésticos, sobresalían debajo. Había traído cerveza, música y se exhibía en toda su plenitud, dueña del espacio.

—No sabía si venir a esta hora.

—No te preocupes, estaba despierta, acabo de llegar. ¿Te gusta la música romántica?

—Necesito encontrar a Fredo.

—No quiero ver a ese desgraciado, tiene una putica nueva que no pasa de los quince. Está de luna de miel.

—Me robó el carro.

—!Ja!, debí imaginarlo, el juego lo dejó desplumado, no sale de las peleas de gallos y perros, empeñó hasta las joyas.

—¿Dónde está?

—No sé, si lo supiera te lo diría gustosa, me la debe.

—Toda la mierda llega junta... También se murió el viejo.

—¿Quién?, ¿tu amigo?

—Era mi padre... aunque no lo quisiera.

—Bueno, no hablemos de cosas tristes, ¿eh?

Las latas de cervezas se fueron acumulando. La Cangura, provocativa, sensual, lanzaba pasillos al compás de las melodías. Paco ya no pudo controlar las erecciones fugaces, cayó en un estado de exaltación sexual. Se entretuvo mirando los discos, procurando aliviarse y cuando sus ojos la reencontraron estaba casi desnuda. Improvisaba un striptease. Se había sacado el refajo y exhibía dos tetas como globos inflados, extrañamente apetecibles. El blúmer, negro, económico, se le perdía entre las nalgas. El tatuaje furtivo asomó, una cangura y su cangurito. Continuó bailando y, de repente, acariciándose los pezones, preguntó:

—Crees que estén mal, que ya no sirvan, como me grita ese desgraciado.

—Para mí, las mujeres son como los carros, la forma exterior no dice nada, lo que vale es el corazón, el sabor interior, el misterio. He visto carros y tetas perfectas que al probarlas dejan una gran decepción.

—¿Qué insinúas?

—Que tengo que probar.

La Cangura sonrió y lo tomó del brazo. Armaba su atmósfera, agradable, contenida. Él la dejaba manejar la situación, los ritmos. Poco a poco, perdió la camisa, el pantalón, los zapatos. Entonces ella inició el verdadero juego: se insinuó de frente, de espalda, se pegaba y retrocedía. Le besaba desde el pecho hasta el ombligo. Volvía a alejarse. Sacaba la lengua y, burlona, la regalaba a medias. Estaba muy excitado, el alargue del coqueteo dejó de complacerlo. Quiso retenerla, atraparle las caderas. La Cangura se las ingenió para zafarse y corrió al cuarto.

La encontró tirada en la cama, de espalda, ya desnuda, mostrando un culo admirable, bien formado. Se quitó el calzón. Comenzó a besarle las piernas y fue escalando las nalgas impolutas. Se estremecía. «Despacito, méteme el dedo», la oyó decir. Hundió un dedo entre las dos pelotas y siguió besando. Le gustó percibir el olor a hembra mojada, a vulva sazona. La mujer se viró violenta. Abrió las piernas. Intentó tomar su cabeza y obligarlo a entrar pronto abajo. Se negó. Era él quien prefería ahora la dilatación, las escalas intermedias en bordes y esquinas. Por fin, su lengua rozó el centro y disfrutó la humedad tibia, el estremecimiento del cuerpo.

—Eres malo, muy malo.

La Cangura tomó la ofensiva. Con increíble agilidad, lo colocó bajo su dominio y otra vez la lengua reptando, yendo y viniendo, detenida en las partes vulnerables.

Paco trató de mantenerse firme, macho. Lo iba debilitando, jugaba truculenta con su miembro erecto. A duras penas resistía la avalancha de recursos: lengua, manos, labios, suspiros, frases. A punto estuvo de soltar el chorro contenido, pero logró evadirla y encerrarla contra sus piernas.

—Tú también eres malita. Te gusta hacer sufrir, humillar. Tramó la venganza, y solo cuando la supo sumisa, cuando suplicó que la penetrara sin demora o moriría, se entregó, y así fueron realmente ellos, libres de actuaciones y simulacros, sin miedo del papelón, no los personajes inventados antes. A la sinceridad, a las ganas emancipadas siguió cierta perfección. Se iban agotando sincronizados en el tempo de los cuerpos, la cadencia musical, la respiración cortada, intensa, disuelta en el aire. Con la llegada del día se buscaron de nuevo. Ya puros, desterrando adornos y reservas.

—Para ser la primera, no está mal —exclamó la Cangura dejando escapar un suspiro.

—Demasiado juego, sobraron cosas, faltó economía.

—No puedo evitarlo, es un vicio del oficio, mientras más rápido la saquemos, mejor. En otro tiempo me costaba mucho entregarme, separar el trabajo de la vida, aunque lo hiciera por placer, con alguien que me gustara. De tanto montar el personaje se me quedó. Los años enseñan y he aprendido a disfrutarme, ya no me observo, no estoy fuera, sino adentro, soy protagonista del acto que quiero, ¿entiendes? Claro, quedan los trucos, la imaginación.

Paco pasó los dedos sobre el tatuaje en tinta negra, reluciente. La cangura y el cangurito se miraban, como un cuadro renacentista de la Virgen y el Niño, rodeados de una vegetación que sugería la selva australiana.

—¿Qué significa?

—Toda mi fama la debo a eso. Nada, la misma historia. Diecisiete años, ganas de descubrir el sexo, el amor. Se elige al tipo equivocado, te quedas con la barriga hinchada, sola y, sin tiempo para acostumbrarte, de la noche a la mañana, te nace un hijo. La pasábamos mal en casa mi madre y yo. Le dije que la única salida era meterme a puta, que me cuidara al niño. La vieja accedió. Conocí a Fredo, logró conseguirme un cuarto, ropa y algún dinero, así empecé. Los primeros meses no logré mucho. La vieja se quejó y me devolvió el niño. Entonces, de noche, lo cuidaba una vecina hasta mi regreso. Pero como no podía quedarme en ningún lado, traía a los clientes a casa. En ocasiones, el niño despertaba llorando y los hombres se molestaban, perdí mucha clientela. Tenía que parar y darle la teta, su único sedante. Una noche, el tipo de turno estaba muy borracho. El niño comenzó a chillar. No lo pensé dos veces, le enganché la teta y abrí las piernas. No sé cómo se corrió la noticia. La gente empezó a crear la leyenda de la Cangura, que cuando enganchaba al cangurito era un fenómeno. Ellos convertían mi sufrimiento en un exótico placer, les gustaba la imagen maternal, los excitaba. Quise aprovecharlo. En poco tiempo, la mayoría quería hacerlo con el niño de copiloto, sobre todo los turistas, que son más sádicos. Hubo uno que trató de acariciarlo. Le mordí una oreja y lo amenacé cuchillo en mano. Fue la última vez, lo llevé para casa de mi madre. Como el negocio mejoraba le di dinero suficiente, y no interpuso objeciones. Ese es el cuento, se quedó el apodo y resultó. Estuvieron rememorando lo ocurrido. Se revelaron pequeños secretos, falsas confesiones. De pronto, se quedaron sin palabras y el sueño les tironeó los ojos.

Paco despertó a media mañana, y, después de inspeccionar el cuarto, no supo de dónde le vino el arrepentimiento. La mujer parecía un objeto más, algo viejo o anacrónico, y pensó: «Desde esta cierta paz que nos separa, existe la mentira, lo transitorio y vano». ¿Qué parte de la Cangura lo irritaba? Quizás el cansancio, el juego, el haber conseguido un buen orgasmo a base de una mujer un tanto vulgar, desconocida, o el aceptar que le gustaba y lo hacía ereccionar como ninguna. La Cangura lo sorprendió vistiéndose. Le sonrió. No pudo evitar la cara afligida, corresponder reservado. La mujer notó el desencanto.

—Cambia esa cara, te tengo un secreto de regalo.

—Estoy agotado.

—Te gustaría agarrar a Fredo, ¿no?

—¿Qué te traes?

—Es un secreto, puede matarme si se entera.

—¿Ahora también comenzarás a jugar?

—Tiene un cuarto en la ciudadela de La Fontana, es su escondite. Va todos los días a darle de comer a un cachorro peleador, dice que será una fiera, que puede reportarle miles. Tengo una llave en el bolso. Si sientes al animal, puedes entrar y esperarlo, no se irá a ninguna parte sin ese perro.

—¿Por qué no me dijiste cuando pregunté?

—Te hubieras marchado enseguida.

—¿Puedes prestarme algún dinero?, pagaré con intereses.

—¿Cuánto?

—Doscientos o trescientos, para tirar unos días.

¿De dónde provenía exactamente? ¿Del robo humillante? ¿Del viejo Joaquín moribundo y pervertido sexual? ¿De la última Cangura desparramada en la cama? Ninguna razón arribó definida, pero la idea de matar a Fredo le iba envolviendo el corazón, golpeaba en los lugares sensibles al odio, neutralizaba las dudas, restringía el miedo. Necesitaba un arma, no se mataba con la mirada o el deseo, lo de Joaquín había sido coincidencia. Un arma de fuego, las blancas lo molestaban, no sabría manejarlas, acercarse y maniobrar. Aunque pesándolo bien, ¿para qué matarlo? Fredo se cagaría con tan solo ver el cañón apuntándole, y así se ahorraba el muerto. Ya no contaba el dinero, lo importante era recuperar el carro intacto, sin un rasguño. Sí, el carro, a cambio de su vida, o le agujereaba el pecho.

Cambió el rumbo y se adentró en los barrios periféricos, lugares vistos de pasada. Nunca imaginó tantas casas y caras miserables. Buscaba al Rubio, traficante de armas. Se presentaría como enviado de Trébol, un amigo corredor de carros que le recomendó estar siempre armado en un negocio de tanta plata. No lo escuchó entonces, él negociaba con gente decente, lo de Fredo había sido una emergencia y le costó caro confiar en un chulo especulador que solo conocía de bares.

Rebuscó y preguntó cerca de una hora, nadie lo conocía o fingían no conocerlo. Vio a un niño fumando, echado en una esquina, y le mostró un billete.

—Estoy buscando al Rubio.

—Siga el callejón, la primera entrada a la izquierda, la última casa —contestó y se tragó el dinero.

Dio tres toques fuertes. Iba a gritar cuando el hombre pasado de rubio, viejo, casi albino, entreabrió la puerta.

—¿Qué quiere?

—Vengo de parte de Trébol.

—¿De quién?

—De Trébol, el corredor de carros, necesito un arma.

El Rubio escudriñó bien la cara, los ojos, la figura entera. ¿Sería un fiana vestido de paisano? Buscó algún gesto delator y terminó desistiendo, tenía pinta de tarrú, no de poli. Le dio la espalda e hizo un gesto para que lo siguiera.

—Le he dicho a Trébol que no me mande a nadie, ya no se puede confiar, hay policías con cara de ladrones y ladrones con jeta de policías —se quejó antes de perderse en el fondo y volver con un cajón de madera.

—¿Qué?, ¿quiere matar a su mujer?, ¿la cogió enganchada con otro?

—No, no tengo mujer, es un problema de negocios.

—Todos dicen eso, «problemas de negocios», y los tarros les salen hasta por los ojos. Aquí tiene: Macaró, pesada pero más alcance. Veintidós, menos mortal, discreto. Treinta y ocho, viejo, escandaloso, bueno en intimidaciones.

—¿Precio?

—Eso depende, ¿quiere alquilar o comprar?

—Alquilar.

—Para matar no alquilo, tiene que comprar y desaparecer el arma, no...

—No quiero matar, solo intimidar a alguien que me debe mucho dinero.

—Entonces le vendrá bien el Treinta y ocho. Con seis balas salvas son doscientos pesos diarios, más cien de garantía. Cuando lo traiga se los devuelvo.

 

El perro ladraba, corría tras la pelotica, la agarraba y la retornaba a su mano. Era un cachorro hermoso, de  grandes manchas negras. «Si pudieras decirme dónde está tu dueño. Sé que no tienes culpa, nadie elige su vida, los padres, los amos, ellos lo eligen a uno, y así se traza el destino, repleto de torceduras inexplicables, a partir de los que nos escogen. Soy un desconocido en tu mundo, ¿no es así? Cada día trae sorpresas inesperadas contra las que no estamos preparados».

Pasó la manó sobre la cama. Probó dar unos salticos y se quedó sentado, con la espalda recostada en la pared, viendo jugar al perro. Le molestó el revólver atravesado en la cintura. Lo sacó y colocó encima de las piernas. Se sorprendió con los ojos cerrados a pesar de los ladridos. El agotamiento, las noches sin dormir lo rendían. Sintió el cuerpo demasiado tenso, las piernas como columnas de hierro. El perro continuó ladrando. Entró en sueños turbulentos: voces, gritos, asesinos que lo perseguían y masacraban finalmente. No es un sueño, se dijo aún dormido. Quiso abrir los ojos, pero no logró despegar los párpados. Ahora un can enorme lo acorralaba. Los ladridos se hacían más fuertes, fierros, cercanos. Estaba en un lugar indefinido, sin escapatoria. Ya el perro hundía sus colmillos, cuando soltó el grito y despertó.

—Tranquilo, tranquilo —escuchó decir. Terminó de abrir los ojos y pensó que la imagen del frente formaba parte de la pesadilla. Fredo le estaba apuntando con su propia arma, sonreía. El cachorro no dejaba de ladrar.

—Te divertiste anoche, ¿no?

—¿Qué hiciste con el carro?

—¿De qué carro estás hablando?

—No te hagas el comemierda.

—Aquí el único comemierda eres tú.

La soberbia, el rencor lo fue ganando y en un arrebato se le lanzó encima, contra una de las paredes. El disparo vano pasó cerca de su cara. Alcanzó, por poco, a esquivar el rafagazo de pólvora encendida. Con el choque, la pistola cayó al suelo. Lo dos hombres rodaron por la habitación sin ventajas distintivas en la pelea para ninguno de los bandos. El perro mordisqueaba juguetón cualquier zapato. Fredo mejoró su posición y le conectó dos golpes efectivos en el vientre. Paco administró el aire y se repuso. No solo pudo dominarlo sentándosele encima, sino que frenó el movimiento de los brazos y pasó rápido los suyos alrededor del cuello del otro.

—Hijo de puta, te voy a matar. Crees que soy maricón, ¿no? ¿Dónde está el carro?

—Pen... de... jo... No... tie... nes... co... jo... nes.

Estrechó el círculo de las manos. La cara de Fredo cambiaba de coloración, la lengua formó un remolino interminable. El perro miró la cara del amo y corrió a esconderse. Fredo supo que podía matarlo, pero lo peor fue que no experimentó miedo, tenía unas ganas inmensas de verlo desinflarse.

—¿Dónde está el carro?

Aunque hubiese querido, a Fredo le fue imposible articular palabra. El rojo de la piel pasó a sepia. Estaba rígido. En un descuido, Paco cedió un mínimo espacio y Fredo gritó, con el poco aire conseguido.

—¡Me... mata, cojones!

Una punzada fría, aguda, penetró la espalda de Paco. Después, el dolor tibio. Los objetos, el cuarto, la figura de mujer que daba vueltas. El desplome, la caída, la palabra última:

—¡Puta!

La Cangura tiró el cuchillo. Se quedó mirando la herida de la que no cesaba de brotar sangre. Se arrimó a Fredo y lo ayudó a la puerta.

—Tenemos que irnos.

—¿Por qué demoraste tanto...?, casi me mata.

—Tenemos que irnos ¯repitió mientras contemplaba a Paco. El perro salió de su escondite. Olfateó la sangre y se decidió a probar. Fredo lo recogió antes de pegar una patada en el cuerpo casi inerte.

—Lo siento —dijo la mujer y cerró la puerta.

Obdulio Fenelo Noda

 

Nota: Este cuento pertenece al libro Háblame de Estambul, publicado por la Editorial letras Cubanas en el año 2010

viernes, 20 de enero de 2012

Desde la cierta paz que nos separa (1)

El Joaquín moribundo reaparecía en un mal momento. Conservaba el don de la tragedia, la auténtica capacidad de complicar la vida y, para colmo, el negocio cuesta abajo durante los últimos meses. Todo buen negociante debía exhibir buen olfato, intuir el triunfo o la mierda. Él creía tenerlo, pero casi un año de espera sonaba demasiado a fracaso. No llegaron los clientes de la capital, el comprador adecuado, dispuesto a pagar una reliquia de valor inestimable. Pensó en Fredo. Era probable que estuviera bebiendo en el Bar Centro, rodeado de putas, prepotente y engreído. Tendría que aceptar su oferta, oírlo celebrar la victoria, rebajarse, ceder contra su voluntad a una estafa tonta.

Tomó la vía más rápida y, en minutos, parqueó aparatoso frente al bar. Los curiosos giraron las cabezas. El Chevrolet constituía un escándalo, un desafío a la mano devastadora del tiempo. Se bajó derrotado. La poca luz y el humo nicotínico tornaban turbia la atmósfera. Descubrió a Fredo en una esquina, cercado por dos mujeres.

—Acepto los cien mil —dijo con una desazón tosca.

—¡Ja, ja!, lo esperaba, lo esperaba, no podías negarte. Siéntate, sírvete un trago.

Le brillaban las pupilas. Paró a una chica y le cedió la silla. Quedó otra no tan joven, de ojeada lenta y esquiva.

—Te presento a la Cangura, algo así como el buen vino, mientras más vieja, más puta, más sabrosa.

La mujer bebió un trago largo, fue odiándolo con la mirada y quiso pararse. Fredo la retuvo.

—¿Así que es una joya el Chevrolet?

— No creo que exista otro igual en el país.

—Eso es chatarra vieja —se atrevió la mujer.

—¡Cállate!, no te metas, cojones —gritó Fredo—. Sabes que las mujeres metidas en cosas de hombres me alteran. Sigue, cuéntame más.

—Ya lo has visto, está como acabado de fabricar. Lo tenía una viuda conservado en un garaje. Pasado mañana, a las cinco, en la carretera del desvío, cerramos el trato. Allí podrás probarlo, pero necesito un adelanto.

—¿Cuánto?

—Dinero no, quiero una puta, de experiencia, que tenga las tetas grandes, para un acto de caridad con un amigo que desea darse el gusto antes de morir.

—¿Cuándo?

—Mañana, si es posible, el tipo ve fantasmas, cree que la muerte lo está velando.

Fredó miró a la Cangura. Ésta negó con la cabeza. Le acarició las tetas y las propuso.

—¿Te gustan estas?

—No están mal, si es delicada. El amigo está viejo y muy enfermo, nada contagioso, problemas en los riñones, espera un trasplante. Habrá que tenerle paciencia, no violentar el ritmo. Que la cosa empiece pausada, como un juego, y sea él quien marque el paso.

—No te preocupes. Le parecerá que tiene un ángel encima.

 

Llegó a la casa aturdido. Le dolía la cabeza. La foto de la difunta le envió flechazos de culpa. No estaba seguro de sus pasos recientes, Joaquín no merecía tantas atenciones, sin embargo sintió una incómoda satisfacción. Entró al cuarto y le habló al hombre con cara de muerto.

—Tienes suerte, las cosas salieron bien. Mañana, en la noche, tendrás tu deseo.

—¿Cómo es?

—Como la querías, trigueña, medio tiempo, con dos tetas que parecen montañas.

—Quiero afeitarme y cortarme un poco el pelo, estar lo mejor posible... Puede asustarse.

—Te ves recuperado —le mintió y cambió rápido la vista.

—Gracias…

—Ahórrate eso, Joaquín, ya te dije, no lo hago porque seas mi... No siento nada especial, lo pediste de a hombre y te complací como hombre. Descansa, te harán falta las fuerzas.

Se estaba muriendo el viejo Joaquín, lo habían recogido tirado en la calle. La enfermera que trajo la noticia quedó sorprendida ante su parsimonia y la indiferencia de los gestos.

—Se está muriendo, ¿sabe?

¿Valdría la pena saber? Joaquín era solo un nombre, una foto suspendida en la pared u oculta en alguna gaveta, una imagen construida a intervalos largos, como por descuidos del rencor.

—Bueno, si pretende verlo vivo tendrá que apurarse.

No pensó verlo, ni vivo ni muerto. Demasiadas veces había intentado sacarlo de la mierda, darle la mano, y siempre mordía, la cagaba, y a morirse de ron con su ejército de alcohólicos vagabundos, cuya única razón de vivir era llevarse un trago a la boca.

Dio interminables vueltas en la cama y poco después de las doce estuvo camino al hospital. No lo impulsaba un sentimiento claro, sino una confusión interior, ¿miedo?, ¿piedad?, quizás lástima o remordimiento.

 

Lo encontró despierto. La manguera le nacía del vientre y terminaba en una bolsa de orine. Olía a ácido.

—Sabía que vendrías, un padre es un pa...

—No hables mierda. No puedo quedarme, mañana temprano tengo cosas que resolver.

—¿Sería pedirte demasiado que me saques de aquí? No me gustan los hospitales, asusta despedirse de la

vida en un sitio tan horrible.

Trató de cogerle la mano. Paco la apartó discreto, casi inconsciente, con un ademán defensivo.

—Paquito...

—No me llames Paquito, no tienes ese derecho ni aunque te estés muriendo.

El viejo achicó los ojos y recogió la mano. El resentimiento iba disminuyendo, desaparecía la soberbia.

—Trataré de venir otro día, debo irme.

«No duerme y llora en silencio», le comentó la enfermera. Supo que necesitaba un riñón nuevo, esperaban un donante. Salió envuelto en un huracán de sensaciones. Se podía morir el viejo y no alcanzaría el tiempo para perdonar. Lo removió la escena. Necesitaría alimentarse bien, un acompañante las veinticuatro horas. Podría aparecer el riñón salvador y alargarle la vida, aunque no sirviera de nada y, una vez recuperado, se largara a ahogarse de ron, pero quizás fuera preferible tener un borracho vivo y no un sobrio muerto. Lástima que el negocio pintara tan feo. Había metido hasta el último centavo en ese Chevrolet de lujo, pensando sacarle una fortuna. Llevaba años buscando y, por primera vez, se hacía el milagro. Una joya así, como acabada de hacer, con todo el mecanismo virgen a cuarenta y siete años de fabricada, no se descubría todos los días. Y ahora la suerte resistiéndosele.

Le dio por soñarlo de mil maneras: mendigo, héroe y hasta santo. ¿A qué venían tantas pesadillas con el viejo? ¿Acaso una señal o revelación? Los sueños eran sombras misteriosas, nadie podía administrarlos, escapar de ellos, por muy diabólicos y molestos que acudieran. Regresaba el padre a los enredos del sueño. No le bastaba haberle jodido la vida a la difunta ni la suya propia, porque nunca quiso saber de la familia; y la difunta, presta siempre a perdonar sus borracheras y maltratos sin reproches, obligándolo a él también a ejercer el perdón divino.

 

A la tarde siguiente, estaba de vuelta en el hospital. El médico que lo encontró junto a la cama pidió hablarle afuera.

—¿Usted es el hijo, no?

No contestó y el galeno aceptó su silencio como una confirmación.

—Tenemos un posible donante. Menos la madre, el resto de la familia está de acuerdo. No admite que toquen al muchacho, es una reacción normal, para ella sigue vivo aunque sea artificialmente. Es mejor no decirle nada al enfermo hasta que no esté confirmado, puede afectarle una falsa alarma. Espere aquí, esto es confidencial. Volveremos a intentarlo. La decisión definitiva duró horas. A Paco le costó mantenerse quieto en un mismo lugar. Se asomaba a la sala, miraba de reojo la silueta de Joaquín desecha en la cama, y no dejó de preguntarse qué sentido tenía su presencia, la espera agobiante, aquel enfermo casi desconocido, la presunta donación. El doctor reapareció desde el laberinto de pasillos y puertas.

—Lo siento, los familiares determinaron no tocar el cuerpo, la madre cayó en crisis. Solo queda esperar una nueva posibilidad.

—¿Puedo llevármelo? No quiere morirse aquí.

—Tendrá que traerlo cada dos días para el tratamiento, es la única salida a falta de órganos sanos. Si aparecen, le avisamos enseguida.

 

Metió a Joaquín en el carro y se lo llevó a casa. No lo miró, prefirió esconder las palabras y los ojos durante el trayecto. Nelson Net, el enano romántico, ronroneaba Quién eres tú. Una mariposa cayó del techo, encima de las sábanas. El viejo lanzó un lamento y abrió más  lo párpados. Combatía contra el sueño como si fuera en realidad un cómplice de la muerte.

—Es una música bonita, pero suena muy triste —balbuceó.

—Ya me aburre.

—Quiero agradecerte...

—No debes agradecerme nada, agradécele a Dios la misericordia, lo hago como un favor a un humano cualquiera en desgracia.

—Me conformo, sé que no tengo derecho a pedir. Mi vida ha sido un desastre.

—A mí no tienes que darme cuentas, no te reclamo tu pasado, solo digo lo que siento, no te hagas ilusiones.

—No me hago ilusiones...

No le tenía amor, a lo mejor lástima, pena. Los años lo derrotaban y el viejo seguía luchando, intentando sacar un chorro de orine.

—¿De dónde viene la música?

—Del cabaret de enfrente, la ponen todas las noches en el cierre.

—Es un enano demasiado melancólico. No conocí a ninguno tan amargado.

Hablaba dormido y despierto, como si soltar las palabras le diera confianza, la certeza de seguir en el mundo. Rememoraba pasajes de su vida, confiriéndoles una relevancia falsa. Paco lo observaba a intervalos cortos. Tenía miedo de que se muriera y le dejara la mirada clavada. Era imposible librarse de la mirada de los muertos. Entonces le hablaba cosas sin sentido, solo quería distraerlo, comprobar si seguía vivo. A veces no hacía falta, el enfermo se la pasaba contando historias y se iba adjudicando personajes.

—En mi tiempo era el mejor luchador de peso mediano de esta ciudad. Reiné cinco años. Luego apareció la Serpiente, un negro como un rascacielos. Dimos la pelea del siglo, en el antiguo Club Náutico. El billete corría. Gané los dos primeros asaltos, mientras me estuve moviendo. Entraba y salía como un bólido. A partir del tercero, perdí velocidad. Me trabó dos veces y casi me mata. No pude salir al cuarto, tenía las costillas

destrozadas. Me retiró el muy cabrón. Daba pena su figura encogida en la cama, demasiado distante de la foto colgada en la pared, en la que parecía un galán de películas mexicanas. La mano recostada en el hombro de la mujer que reía artificial. «Nunca la quiso y ella supo llevar su desprecio», pensó Paco mientras lo escuchaba.

—Tu madre no podía odiar, no conocía ese sentimiento.

—No quiero oírte hablar de ella.

—Jamás me atrevería a...

—No me importa, no vuelvas a mencionarla. Descansa. En cuanto resuelva un negocio buscaré a alguien que te cuide. No puedo quedarme todo el día en la casa.

—No molestaré por mucho tiempo.

—Estáte tranquilo, resolverás apenas aparezca ese riñón.

—Y uno que piensa que nunca le va a llegar y deja pasar oportunidades.

—Tú has vivido a tu manera, no tendrás mucho que lamentar.

—Siempre quedan cosas, deseos que la inexperiencia o el ron mutilaron.

—Bueno, aún estás vivo y vas a salir de esta.

—Estoy guerreando en la frontera, mitad vivo, mitad muerto, y la mitad viva me está pidiendo un antojo. ¿No dicen que los condenados a la pelona tienen derecho a un pedido final?

—No te vas a morir. De todas formas, habla; luego, veremos.

—Es algo de hombres y sé que lo puedes entender como hombre. Si pudieras apagar la luz, sin verte la cara me será más fácil. Así está mejor. Decía que he extrañado muchas cosas durante este tiempo. La gente se aparta de los borrachos hediondos como si fueran una epidemia. Quisiera irme satisfecho, sentirme hombre, ¿comprendes?

— No, no comprendo.

—Tener a una mujer, Paquito, por lo menos tocar su cuerpo. No tiene que ser joven, solo que esté buena y sea trigueña, de tetas grandes, siempre me enloquecieron las trigueñas tetas de vaca. No sé si pido mucho, si cuesta muy caro, en mi época se encontraban putas baratísimas, de a quilos y pesetas. Es un antojo descarado, lo sé, a mi edad y en estas condiciones... a mi propio hijo.

—No me llames Paquito y hace mucho dejé de ser tu hijo, Joaquín. En cuanto a lo otro, no tengo un centavo, pero esta semana debo concretar un negocio. No me importa regalarte tu antojo, solo que te puedes morir.

—Qué más da, me iría feliz.

—Haré lo posible, la calle no está ni regular. Ahora cierra los ojos y no pienses tanto, o te enfermarás también del cerebro.

 

La Cangura llegó de rojo. Rojo el vestido, corto, bien ajustado, el escote rozándole los pezones. Rojos los labios, las uñas, los zapatos, la cartera. Paco la invitó a sentarse. Lo sorprendió la esbeltez, la piel cuidada, parecía una niña adulta. La mujer sacó un cigarrillo y se puso a fumar.

—¿Un trago?

—No, mientras más rápido salgamos de esto, mejor.

—Tendrá que tener calma, dejarse llevar, él le dirá hasta dónde, no debe humillarlo. Creí que eso había quedado claro.

—Quedó claro, solo que no estoy acostumbrada a estos trabajos sucios. Vine porque Fredo me rogó, como un favor, ¿entiendes?

—No es un trabajo sucio y no le pedí un favor, sino un adelanto. Estoy pagando el servicio.

—Si fuera por mí, no haría esto ni aunque me paguen en oro. Pero, en fin, olvidémoslo, ¿cuándo puedo entrar?

—Voy a avisarle. Será mejor que apague el cigarro.

Exprimió el cigarro contra el cenicero. Del bolso sacó un vanity. Dio varios retoques en su cara. Se contempló las cejas, exhibió los dientes, los pechos avanzados.

—Espera, tienes razón, me hará bien un trago. No quiero pensar ni mirar mucho.

—¿Havana Club?

—Da igual, si tiene hielo.

Regresó con dos vasos cargados de ron y hielo. Antes de sentarse le recorrió el escote. El sostén le controlaba los senos, daban la ilusión de menos grandeza. Ella sintió la mirada irritarle la piel y, al extenderle el vaso, le acarició levemente los dedos.

—Voy a avisarle.

Estaba rasurado, pelado y, excepto los ojos, el Joaquín restante parecía otro hombre. Paco se acercó y lo miró con lástima. «Otra vez queriendo salvarse y los ojos cargados de muerte». Lo curioso era que empezaba a acostumbrarse. Oírlo hablar, delirar, soñar llenaba cierto vacío, alguna añoranza. Aunque no lo quisiese lo suficiente, si llegaba a suceder, iba a dolerle la ausencia, el silencio del cuarto.

—Te ves muy bien.

—¿Ya llegó?

— Espera en la sala, se está tomando un trago.

—Si tuviera un trago también yo me sentiría mejor.

—Ni lo pienses, si tomas te mueres.

—¿Cómo es?

—La misma de la que te hablé, la teta de vaca. Lleva un vestido rojo, muy escotado.

—Estoy nervioso.

—¿Estas seguro de que quieres?

—Quiero, pero me tiemblan las piernas, parezco un adolescente.

—Relájate, nada más déjate llevar, estas putas saben tratar a un hombre.

—A un hombre, no a un cadáver.

—No empieces, voy a pasarla.

—Apaga la luz, me molesta, la lámpara basta.

Había terminado el trago. Ahora se miraba otra vez en el espejo, inspeccionándose los detalles de la cara, ajustándose los pechos. Paco no pudo contener la excitación violenta, que desapareció cuando la Cangura pidió más bebida.

—Necesito relajarme. Trajo la botella a medias, junto a una vasija llena de trozos de hielo. Las dejó sobre la mesa y, haciendo un gesto, la invitó a servirse.

—Trate de no demorar mucho, puede impacientarse.

—Apenas termine este, entraré.

—Mantenga la media luz, lo ayudará.

La Cangura tragó dos sorbos antes de desaparecer  tras la puerta del cuarto. Paco miró la foto de la difunta. «Es un muerto, Mamá, que quiere su último deseo. Tú me enseñaste a perdonar, a tenerle lástima». No imaginaba a Joaquín desnudo frente a tanta mujer. Seguro le iría fatal, a cualquier hombre podría pasarle con esa clase de hembras, preparadas para desarmarte en instantes y hacerte sentir una mierda. Transcurrió media hora. Bajó el resto de la botella. No podía estar tranquilo mientras tomaba. Pegó el oído a la puerta. Nada escuchó. Minutos después, se abría lentamente. La Cangura emergió idéntica.

—¿Qué sucedió?, ¿cómo está?

—No pudo, apenas comenzó a tocarme rompió a llorar como un bebito. ¿Es tu padre?

—No... es un amigo.

—Me sirves otro trago.

—Lo siento, ya no queda, me la bebí casi sin notarlo. La Cangura teatralizó un suspiro y, luego de descruzar las piernas, las dejó levemente abiertas. El blúmer rojo destelló allá en el fondo. Se ofrecía. Paco tuvo que disimular la erección. Lamentó no estar solo. Caminó hasta el cuarto de Joaquín y, contra sus propias palabras, le habló a la mujer.

—Ahora debo atenderlo.

La sonrisa de la Cangura lo hizo sentir ridículo, como un niño inexperto que huye aturdido del primer encuentro sexual. Ella se retocó el maquillaje por tercera ocasión. Mantenía las piernas ondulantes, la sonrisa a medias, los ojos buscando en los suyos. Metió la mano en la cartera y le extendió una tarjetica.

—Por si alguna vez tienes ganas de pasarla bien a un buen precio.

Paco la vio perderse a través de la oscuridad, con un vaivén extravagante. Quedó pensativo, ¿qué parte de la mujer, demasiado mayor para su gusto, le provocaba esas erecciones juveniles? No pudo descifrarlo. Tocó a la puerta de Joaquín, esperó y abrió cauteloso. El viejo estaba tapado de cuerpo entero. Tuvo que acercarse para comprobar la respiración trabajosa, el subir y bajar de las sábanas. No dormía, simulaba dormir, entonces supuso que no tendría ganas de hablar.

Obdulio Fenelo Noda