sábado, 31 de marzo de 2012

Sostiene Pereira que Antonio Tabucchi ha muerto

      Es una noticia triste. Porque a los sesentaiocho años se supone que a un escritor le queden muchas cosas por hacer todavía. Sobre todo si es un intelectual de la altura de Antonio Tabucchi: profesor, periodista, traductor, investigador, y sobre todo un narrador fascinante, perteneciente a esa tribu en extinción donde confluyen el placer por lectura y el misterio del talento. Leo en el Granma escuetos detalles del suceso: lunes 26 de marzo, muerte en Lisboa, “…víctima de una larga enfermedad”, y no entiendo por qué en vez de mostrar alguna foto del autor, optan por un fotograma de la versión cinematográfica de Sostiene Pereira, con Marcello Mastroianni en primer plano. Pero en fin, ha muerto un grande. Italia y Portugal, la primera patria de nacimiento, la segunda de adopción, deben lamentarlo por igual.

      Espero que la visita del Papa a Cuba no diluya demasiado la noticia. Un Papa pesa siempre más que un escritor, aunque aquí estemos hablando de una obra importante, marcada más por la intensidad que por la extensión. Cerca de diez libros entre relatos y novelas, además de los artículos periodísticos y las traducciones. Para 1994, Antonio Tabucchi era ya reconocido como máxima autoridad en términos de Fernando Pessoa. Como narrador había publicado varios relatos y un libro de viajes, que le valieron premios y reconocimientos. Nadie imaginaba que a sus cincuenta años se sacara un conejo del sombrero y se apareciera con Sostiene Pereira, novela que arrasaría con la crítica y el gran público lector. En español vio la luz un año después, por la Editorial Anagrama (responsable de la publicación de gran parte de su obra) y la respuesta de los lectores fue inmediata. ¿Qué tiene este libro que seduce y conmueve? Nunca sabremos con certeza. Tal vez porque nos cuenta, de manera singular, una historia de alguien tan simple como nosotros mismos, víctima de todos los miedos y fobias a las que podemos acceder en el mundo contemporáneo. Pereira es un viudo solitario e hipocondriaco, periodista cultural del diario vespertino Lisboa. Estamos en medio de la dictadura de Salazar y la guerra civil española, y Pereira, que a estas alturas piensa demasiado en la muerte y en el alma, de repente se cruza con personajes que lo hacen recuperar el sentido de la vida, y se deja arrastrar, casi como un antihéroe sin voluntad propia, a la conspiración y la disidencia.

      La historia está basada en hechos reales. Tabucchi lo revela en la décima edición italiana, y luego en forma de epílogo en la española.  A sus infinitas rediciones y excelentes críticas se sumó un acontecimiento que sorprendió a muchos: Mario Vargas Llosa incluyó el libro en la última versión de La verdad de las mentiras (2002), ensayos sobre novelas fundamentales de siglo veinte, al lado de todos los monstruos que conocemos. Vargas Llosa, que redondeaba su ciclo con Herzog (1964), de Saul Bellow, cede ante el embrujo y la habilidad narrativa de Tabucchi y da el salto hasta el año 1994 (única novela incluida después de los 60) y le confiere el privilegio de cerrar su texto: “Antes de Sostiene Pereira, Antonio Tabucchi había escrito excelentes cuentos y relatos, pero en aquella novela de tan pocas páginas su obra alcanza unas alturas que pocas ficciones escritas en nuestros día han rozado”. En Cuba tuvimos la suerte de leerlo gracias a que el autor cediera los derechos. Para mí fue una lectura inolvidable, a tal punto que ahora conservo dos ediciones del libro a las que vuelvo cuando estoy medio extraviado con el tono y la palabra. Sostiene Pereira que Antonio Tabucchi ha muerto.  Habrá que sospechar…

Obdulio Fenelo

domingo, 25 de marzo de 2012

Benedicto XVI en Cuba

El Papa, mis lecturas y nosotros los cubanos

 

Lo conocí hace poco más de 15 años, mi amiga María del Carmen de entonces, hoy mi suegra, estaba leyendo un libro llamado Informe sobre la fe, una entrevista de Vittorio Messori a Joseph Ratzinger. Yo que ya conocía a Messori por sus libros visceralmente católicos, sinceros y desafiantes, no resistí la tentación. Descubrí al flamante cardenal Ratzinger, algo así como el actual jefe de la Inquisición moderna; me explico: el prefecto para la Congregación de la Doctrina de la Fe, el responsable de conservar la integridad de la doctrina. Por supuesto, un inquisidor contemporáneo sin los viejos métodos ya abolidos por suerte para muchos, incluso para mí. Me llamaron la atención sus respuestas. Era un hombre aferrado a la verdad de fe, pero sin mojigatería y capaz de enfrentarse a cualquier tema. Su presencia me fue familiar desde entonces. Comencé a leer textos del purpurado alemán, cercano a Juan Pablo II, a pesar de ser tan diferente del Papa polaco, así al menos lo imaginaba yo. Me parecía un signo providente: un Papa polaco, cercano al pueblo judío, que había sufrido el genocidio nazi, tenía a su diestra a un recio alemán para guardar el argumento de la cristiandad. Eso me hizo admirar más a Juan Pablo II, sin reconocer el posible mérito de Ratzinger, después el polaco pidió perdón por los grandes pecados de la Iglesia y mi devoción se completó al justificar mis propias preguntas. Pero bueno,  estaba hablando de Ratzinger…

Yo que era más joven y pretencioso, me sentí ofendido cuando luego de morir el jesuita Tony de Mello, la Congregación para la Doctrina de la Fe emitió un documento censurando sus libros. Había leído varios de ellos, me sentía muy identificado con sus premisas, y culpé a Ratzinger de ser demasiado conservador y de esperar a la muerte del jesuita para exponer esos criterios. No tengo certeza de si Ratzinger firmaba el decreto, pero asumí su responsabilidad.

De Mello había vivido mucho tiempo en la India, y su postura filosófica se había encarnado tanto en esta realidad que terminó por “afectar” su espiritualidad. Sin embargo, era un autor muy seguido en el mundo occidental, mi propio obispo en aquel tiempo, Mons. Adolfo, citaba varias de sus narraciones. Nunca le pregunté qué le pareció el dictamen vaticano, me gustaba provocar sus reflexiones con temas polémicos como este, pero no recuerdo que hayamos conversado sobre el asunto. Sí tengo fresca en la memoria la colección de libros del jesuita que guardaba la Biblioteca diocesana, allí leí la noticia y cuando pregunté por un título que no había engullido aún, tuve la eficaz y pronta respuesta del bibliotecario: “No, muchacho, luego de que el Vaticano dijo eso sobre sus obras, las cogí todas y las guardé en una caja”.

Hoy me doy cuenta que los criterios eran verdaderos y que Ratzinger buscaba cuidar la doctrina, no atacar la obra literaria de De Mello. Entiendo ahora, como una gran delicadeza, el hecho de esperar a la muerte del escritor para divulgar los puntos de vista vaticanos. A pesar de esto, debo reconocer que De Mello sigue siendo uno de mis autores de cabecera. Algo me queda de la juventud…

Seguí con atención la trayectoria del prelado alemán, disfruté su profunda lectura del Tríptico Romano, la última obra poética de Juan Pablo II, que tuvo la responsabilidad de presentar. Fue la personalidad más destacada en los funerales del Papa polaco. Con visible emoción lo despidió, pero con suficiente inteligencia trazó la bitácora de la barca eclesial para los próximos años. Tuve la certeza, en ese minuto, de que sería el próximo Papa, claro que no era difícil de predecir y no me va mayor mérito en ello.  No me sorprendí cuando las campanas de las iglesias de la ciudad de Camagüey tocaron jubilosamente, estaba en la editorial estatal en la que trabajaba y para confirmar mi sospecha llamé por teléfono a la Casa Diocesana de la Merced. La recia señora que atendía la puerta me dijo con afabilidad y entusiasmo que no le conocía: “Tenemos Papa, Osvaldo, es Ratzinger, el alemán, y se llamará Benedicto XVI”.

El que parecía sería un muy breve pontificado de transición ya va para ocho años, y según se ve la salud física y espiritual de Benedicto XVI es difícil predecir cuántos restarán para su final. Ha tenido suficiente trabajo el Papa alemán en estos años. Su presencia en los medios también ha estado signada por la polémica y la especulación. Mi reconciliación con él fue completa cuando lo vi con energía enfrentar temas tan espinosos como la pederastia sacerdotal y la figura del fundador del Regnum Christi. Con mucho amor a la Iglesia, con verdadero sentido de justicia y con mano recia y dolorida de padre ha desbrozado el camino. Sin hablar de su importante aporte al tema Levfebrista y al camino de comunión con otras denominaciones cristianas.

Y como si fuera poco ahora Benedicto viene a Cuba, siguiendo la ruta de su predecesor ha puesto los ojos en esta pequeña Isla del Caribe, de la que muchos cubanos afirman que está olvidada de la mano de Dios. Viene el vicario de Cristo, y no puedo menos que sonreír al relacionar el hecho con un libro que leí de un humorista español: La tournée de Dios de Enrique Jardiel Poncela. El argumento ligeramente esbozado pudiera ser la visita de Dios a la tierra, y el revuelo que se arma entre las religiones, partidos políticos e ideologías de toda clase para abrogarse el derecho de ser coprotagonistas de la visita. Ante este desparpajo, Dios mismo no puede salir del estupor. Algo similar pasa con la visita de Benedicto a esta bienamada tierra. Aunque claro que aquí los objetivos están más claros, solo que en nuestra débil naturaleza todos queremos acomodarnos el sayo. Ah los cubanos y el choteo, vuelvo a decir con Mañach.

Un amigo escritor me preguntaba hace unos días mis consideraciones sobre la visita. Y como ya no soy tan joven, le expliqué la importancia del gesto con la Iglesia y el pueblo cubanos en los 400 años del hallazgo y presencia de María de la Caridad. Le expliqué que Benedicto no es Juan Pablo, que son carismas diferentes y momentos históricos diferentes. Pues aunque no lo notemos la inmensa brecha histórica de aquella visita ya fue saldada de muchas maneras. Le dije que ya Juan Pablo advirtió que los cubanos debemos ser los protagonistas de nuestra propia historia, y que Benedicto no tiene intención de contradecirlo. Pero que a pesar de esto, la palabra de Cristo es radical, incómoda, subversiva, revolucionaria y edificante desde su propia naturaleza, sea quien sea su portador… Y le dije otras cosas que prefiero por prudencia, cobardía dirán otros, callar ahora. No hice pronósticos, pero mi amigo debe acordarse de mí si ha podido leer o enterarse, a pesar de la poca información que puede consumir como buen cubano, de las declaraciones de Benedicto a los periodistas durante el vuelo hacia México sobre la libertad de los hijos de Dios y el camino para Cuba. A estas alturas, como otros muchos, debe saber que la importancia de esta visita no puede medirse ni pronosticarse sin un considerable margen de error, pues la siembra es a tiempo y a destiempo y la cosecha depende de la tierra no solo del sembrador.

Recuerdo también las palabras del inmenso pastor que fue Mons. Adolfo Rodríguez, primer arzobispo de Camagüey: “Cuba es la tierra buena del evangelio”. Diría yo que faltan los obreros y un tiempo nuevo para hacerla fructificar. Benedicto XVI viene como obrero de esa palabra, como el sembrador que pondrá en el pan y el vino de la eucaristía su comunión con nuestras miserias, dolores, riquezas y alegrías. Benedicto viene a sembrar, la cosecha del amor nos toca a nosotros, los cubanos.

Osvaldo Gallardo González

 

 

 

 

miércoles, 21 de marzo de 2012

Pequeñas criaturas

        Irremediablemente soy un animal nocturno. Esto quiere decir que tres de las pasiones que rigen mi vida: leer, escribir, hacer el amor, transcurren en esa zona turbia y misteriosa nombrada: la noche. Como es de suponer, me resulta imposible, aunque lo haya intentado, realizar estos tres actos al unísono, confluencia que sería algo así como el absoluto, por lo tanto a menudo fluyo desconcertado de uno a otro. Hace tres días volvió a repetirse: abandono la computadora, mi mujer se queja, e intento visitar por primera vez los cuentos de la lectura de turno: Pequeñas criaturas, de Rubem Fonseca (Minas Gerais, Brasil, 1925), Premio Juan Rulfo de Literatura Latinoamericana 2003.
       Un amigo me lo recomendó y, como sucede en tales casos (pese a conocer al autor), avanzó cauteloso. Al tocar a la puerta de estas páginas me recibe un viejo inválido y desdentado, que se debate entre comprar una silla de ruedas o una plancha para sus dientes, arisco ante la orientación sexual de su hija. Doy otro paso, y otro, y me descubro dentro de un almacén de almas contrariadas, disueltas por los rincones, carrusel de sueños y esperanzas a medias. Tropiezo con un psicópata, asesino de millonarios, con un actor famoso adicto a los prostíbulos, con un hombre subyugado por los caprichos de su mujer...  No estoy en presencia de “grandes historias”, más bien del sutil muestreo de lo que a veces no se ve, de ese demonio que llevamos dentro y nos recuerda a ratos que el libre albedrío le pertenece. Son treinta narraciones muy breves, armadas con tentadora fluidez, tenues en el contar, como fotografías de transeúntes en cuyas expresiones encontramos el tormento de la existencia. El autor prefiere no inmiscuirse demasiado y nos da la posibilidad de completar cada suceso. El lenguaje (si nos atenemos a la traducción y a las similitudes entre el español y portugués) cede el protagónico, es “sacrificado” en aras de componer atmósferas, a toda luces, verídicas, descarnadas, casi siempre en boca de los propios personajes: hombres y mujeres que padecen lo mismo que cualquier ser humano en las sociedades actuales: miedo, soledad, intolerancia. Anduve bastante tiempo desandando estas “crónicas interiores”, y al final acudieron a despedirme una bailarina de zamba que corta la cara de su rival, una monárquica delirante, y un frustrado aprendiz de escritor, quien me mira y dice de mala gana: “Escribir es comenzar”. Quedo confundido, no sé si el libro es bueno o malo, o simplemente es. Un par de ideas estimulan mi imaginación, debo encender la máquina y encerrarlas de inmediato. Pero mi mujer, desnuda, me solicita desde la cama. Pienso, con nostalgia, en el absoluto, y me disuelvo en la paz de su cuerpo.       

Obdulio Fenelo

lunes, 19 de marzo de 2012

Dulce María Loynaz

La princesa que no sabía llorar

 

      Sucedió a principios de los noventa. Hasta entonces la política cultural del país dividía en dos bandos a escritores y artistas: los que estaban dentro y los que estaban fuera. Y semejante fractura no solo se refería al espacio físico, sino también, al sentimiento interior de cada individuo en relación con la revolución. Pero llegaron los noventa, es decir, la caída del socialismo en el este europeo, y junto a ese hecho tan insólito y demoledor para los ideólogos de izquierda, aparecían todo tipo de teorías y preguntas sobre los métodos y dogmas de un proceso que pretendía (y aún pretende) ser el sueño más hermoso del mundo. De a poquito, en las principales revistas literarias del país como Unión y La Gaceta de Cuba comienzan a rescatarse a través de reseñas y comentarios, algunos desterrados de fuera entre los que se encontraba Dulce María Loynaz. Años antes había dispuesto, como una princesa destronada que decide salvar su orgullo, encerrarse en su propio mundo y no volver a publicar, sin entender del todo que ese retiro de forma tan irreverente y prolongada dentro de sí misma, también era una manera de estar fuera.

      Ya desde finales de los ochenta, debido a ciertas modificaciones de la política cultural, su nombre y su persona desbordan por primera vez en largo tiempo lo predios de la Academia Cubana de la Lengua (único reclusorio fuera de su casa que encontró para sentirse viva intelectualmente) y comienza a un proceso de restauración, que incluye el Premio Nacional de Literatura en1987. Pero llegaron los noventa. Se publican sus poemarios Bestiarium y Poemas náufragos, y para asombro de Cuba e Hispanoamérica el jurado del Premio Cervantes de Literatura anuncia como ganadora a una escritora que había estado en silencio durante casi tres décadas, nombrada Dulce María Loynaz.   

      Enseguida se armó el revuelo y media Habana quería visitar y entrevistar a la “vieja”, como se conocía entre los escritores. Ni los años, ni el aislamiento quebrantaron su carácter. Cuando le preguntaron cómo se sentía ante tanto reconocimiento nacional, dijo con firmeza: “Es un acto de justicia”. Son conocidas sus peleas con Gabriela Mistral y Federico García Lorca, ambos huéspedes ilustres de los Loynaz. A la primera la botó literalmente de su casa por dejarla plantada en una cena homenaje. Nunca se reconciliaron y la Chilena puso a correr a los editores con el fin de tachar la dedicatoria de su último libro en honor a la cubana. A Lorca se dedicó a parodiarlo como venganza, debido a la preferencia de este por la poesía de sus hermanos. Y una tarde se atrevió a leer los remedos en la cara del poeta. El andaluz, con la ironía que lo caracterizaba comentó: “Es lo mejor que ella ha escrito”. Tampoco lo perdonó. Lo cierto es que esta mujer, de quien dijo Miguel Barnet llevaba un látigo en una mano y una rosa en la otra, se paseó entre los grandes poetas de su tiempo. Conforma, junto a otros pocos elegidos, nuestra primera vanguardia poética del siglo veinte. Bien temprano logra asimilar la influencia romántica y modernista en sus Versos (1920-1938) para proponer su propia voz, conversación intima, a ratos alucinante, con lo oculto y lo visible, con lo extraño y lo propio, con lo bello y lo maldito. De ahí su Canto a la mujer estéril: “Tu contra lo que quiere vivir, contra la ardiente nebulosa de almas, contra la oscura miserable ansia de sombras (…) Nada vendrá de ti…” Con Poemas del agua (1947), se acentúa el elemento panteísta en su poesía, el color, el ritmo insular, que tienen su plenitud en Al Almendares: “Yo no diré que sea el más hermoso/ pero es mi río, mi país, mi sangre”. Los Poemas sin nombre (1953) agravan el registro de Dulce María, y el diálogo, antes inmediato, asume ahora en prosa una hondura metafísica, a veces con pequeños epitafios que desbordan su brevedad: “Miro siempre el sol que se va porque no sé que algo mío se lleva”. Tono que retomaría en su Melancolía de otoño (1997). Últimos días de una casa (1958) no solo es uno de sus grandes poemas, sino de los más relevantes escritos en la Isla. En Poemas náufragos (1990) está latente desde el título la intención anfibia, presente ya desde libros anteriores. Prosa y poesía se funde para dar paso a alabanzas y elegías y donde está más cerca de los Cantos del Alma, de San Juan de la Cruz que de Sor Juana Inés. Es otro Cantar de los cantares desde sus bifurcaciones, que alcanza en La novia de Lázaro el mayor rigor.  Se disfrutan otros textos en estas Poesías reeditada ahora por Letras Cubanas, ejemplo de la versatilidad de registros, como su Bestiarium (1991) de adolescencia o los Diez sonetos a Cristo, cuya versión original fue publicada en esta ciudad de Camagüey en 1921.

       Habrá que recordar a Dulce María Loynaz como la poeta mística de la rosa, del agua, del amor difícil. Símbolos que ha patentado de tal modo que resulta imposible desligarlos de su nombre. Con su talento creció la poesía en lengua española. No en balde los de la Península, que si de algo sabían era de buena poesía, no escatimaron elogios desde que aparecieran sus primeros versos. Entre sus admiradores resaltaban Juan Ramón Jiménez, Premio Nobel de literatura, Gerardo Diego, y el profesor y crítico Federico de Onís. Dulce María es de esas escritoras privilegiadas que desafían el tiempo. Pasaje otorgado sobre todo por los lectores (acaso el verdadero) que agotan sus libros tras cada edición. En una de sus últimas entrevistas le pidieron que pensara en alguien y le mandara un mensaje. A sabiendas de que la ponían en una situación incómoda para su tiempo y su carácter, decidió hablarles a las poetas: “…que no vieron sus libros publicados, que no vieron sus versos de amor hechos realidad, ni vieron siquiera sus sueños de maternidad cumplidos. Para ellas, hermanas mías, más tristes y más pobres, consagro un recuerdo y estas palabras. Palabras, bien quisiera, fueran las últimas que me tocara pronunciar…”         

                                                                                                                                                                                                                                                                                               Obdulio Fenelo

 

 

Reflexiones sobre la paternidad (2)

El escritor Yoan Manuel Pico ha afirmado que la novedad de este poema que les ofrezco hoy (tomado de Diálogo sin luz, Ed. Ácana, Camagüey, 2009) consiste en tratar el tema de un aborto espontáneo por primera vez en la poesía cubana actual. Para mí es más esencial el sentido de pérdida que posee el texto. Cuando otras personas desechan la vida que Dios les da, yo he sentido esa pérdida como algo terrible. Creo que este texto es entonces sobre la vida y su posibilidad infinita. Lo escribí cuando esperábamos la llegada de nuestro segundo hijo, Pablo Ignacio, en ese tiempo me asaltaron estas preguntas sobre el segundo embarazo de mi esposa Janet María, tristemente truncado a las diez semanas. Aún no tengo todas las respuestas.

Osvaldo Gallardo

 

Lamento del dolor perdido

 

Para mi esposa

y nuestro fruto infinito.

 

Todo este tiempo sin dolor,

es el dolor.

Dolor, dolor, dolor.

Espero en el dolor.

Quiero el dolor de verte que no tuve,

el dolor de tu carne y de tu sangre,

el dolor que dio miedo.

Quiero el dolor sin nombre

de tu nombre.

 

¿Cómo ganar tu muerte?

¿Quién me dirá de tu sexo y de tu nombre?

¿Qué juegos inventar en la resurrección que espero?

Eres el ángel que dejé pasar.

Cómo saber si has vuelto a su regazo

y eres ya sustancia eterna,

lámpara de obsidiana,

monte de alianza.

 

Me falta todo de ti.

Me sobra el sitio del amor perdido,

este tiempo sin llanto,

este silencio de no poder nombrarte,

y esta felicidad culpable

de ver crecer al otro

y de esperar a la carne

que se espera.

 

De perderte no hay culpa.

Culpable soy de no llorar mi angustia

en el beso de tu cuerpo roto,

de no reconocerte en la cima del miedo,

de no llorar mi miedo con tu nombre,

de no nombrar tu nombre.

 

El hombre nace en la diestra de Dios.

¿Dónde tu diestra?

Si no en el juego de esconderte

que me hiere.

En ese nombre ausente

que me hiere.

 

Ah, esta sombra de luz,

esta certeza del perdón,

nombre sin nombre,

rostro de Dios

que no sufrí.

 

domingo, 18 de marzo de 2012

Diez relatos que estremecieron la literatura hispanoamericana (1)

El pozo de Onetti

 

Al parecer todo comenzó con Juan Carlos Onetti. Sucedió en Montevideo. Tenía entonces 30 años y se ganaba la vida como secretario de redacción del semanario Marcha. Como suele suceder en estos casos, pocos entendieron en su momento la importancia del hecho. Para Onetti no se trataba de un hallazgo espontáneo, resultado de la improvisación o la suerte, sino un acto consciente de renovación estética de cara a su tiempo, del que venía dando fe en la columna "La piedra en el charco", que escribía semanalmente bajo el seudónimo de Periquito el aguador. El pozo se publicó por la Editorial Signo en 1939, y pasó, como la mayoría de su obra hasta la década del setenta, con más penas que glorias. Eran los tiempos donde aún reinaban en Latinoamérica variantes del romanticismo, criollismo, folklorismo, positivismo... El hombre ligado a su circunstancia, a un destino nacional o político que abolía las individualidades y recalcaba lo comunitario, lo autóctono de modo colectivo, mediante personajes arquetipos, símbolos muchas veces maniqueos de clases y estratos sociales. Cómo entender entonces a este tal Eladio Linacero, espíritu libre y perverso, que desde un cuarto en un lugar cualquiera de la ciudad, suelta oprobios contra el prójimo y confiesa sin remordimiento, sin moraleja incluida ni sentido de culpa, sus más oscuros e irreverentes pensamientos.

    Me sorprende la relectura de este relato en pleno siglo veintiuno. Increíblemente no ha envejecido, por el contrario parece escrito ayer mismo. Descubrimos a un personaje difícil de encasillar, que lanza sus soliloquios a través de narraciones fragmentadas, sueños vacuos que a nadie importan, retazos de historias sin aparente sentido, aderezados con reflexiones existenciales que rozan el sexo, el amor, el comunismo, Hitler, Stalin. Todo destilando fracaso. Vericuetos que no conducen a ninguna parte. Los demás personajes, evocados sin paternalismo o nostalgia, son gente machucada por la vida o por el peso de su propio sueño perdido. Putas sin orgullo, poetas que no pasaron de ser una gran promesa, revolucionarios trasnochados que han visto pasar la vida y no la revolución. Al que haya seguido la obra de Onetti,  le será fácil descubrir en la escritura de El pozo el embrión de lo que vendría después, sobre todo de su primera gran novela La vida breve (1950) y ese extraño  cuento titulado Un sueño realizado (1951). Camino abierto que seguirán no pocos narradores en legua española hasta nuestros días. De ahí que autores como Mario Vargas Llosa, Julio Cortázar y Gabriel García Márquez lo hayan tenido como primer referente de literatura moderna de este lado del Atlántico.

A estas alturas, aunque tampoco he invertido tiempo en averiguarlo, desconozco por qué el centenario del escritor Juan Carlos Onetti, homenajeado en toda Iberoamérica en el 2009, trascurrió en Cuba con una frialdad verdaderamente lamentable. Se sabe que por esta tierra ni su literatura ni su personalidad lograban encantar del todo. Ninguna de las generaciones literarias lo tuvo como luz a seguir del llamado boom. Solo algunos seguidores incondicionales (como Guillermo Vidal y Alberto Garrido, tan irreverentes como él) lo defendían a capa y espada. Fue jurado del Premio Casa de las Américas en la década del sesenta (por cierto, dicen que pidió algunas botellas de vino y se encerró por días en una habitación), y a continuación se publicaron tres de sus novelas y una Órbita, entrevistas y ensayos editados por la colección de Casa. Juntacadávares, reeditada en 1990, fue la última letra suya impresa en la isla. Luego silencio. Cierto, no era un tipo complaciente, de esos que inclinaba la cabeza ante el primer halago. Reacio a cuanto pudiera invadir y perturbar su pequeño mundo (protagonizando por tres elementos: los libros, el alcohol y las mujeres, tan sagrados como lo fueron el agua, el fuego y el aire para los antiguos filósofos presocráticos), Onetti solía ser un animal literario escurridizo, como si tuviera conciencia de que su rara especie, en vías de exterminio, debía estar siempre a la defensiva para contener la extinción. Sabemos que una cosa es el ser íntimo y otra el social. En su caso se rompe tal dicotomía: la sinceridad aquí marca obra y vida. Desde sus primeros artículos en el semanario Marcha, ya mostraba sus dotes de lengüilargo. De 1939 a 1941 escribe su columna con el objetivo de remover el piso en el que descansaba la literatura uruguaya (y latinoamericana, como se reconocerá mucho mas tarde), anterior a esa época.    

Ya en España, se dice que no creyó en su premio Nobel y se enfrentó a Camilo josé Cela. El de La familia de Pascual Duarte la había cogido con todo cuanto lo rodeaba, incluido dos escritores de valía, también renovadores en su tiempo, Julio Llamazares y Antonio Muñoz Molina. Onetti salió en su defensa y le subió la parada a Don Camilo, cosa que pocos se atrevieron a hacer. En la intimidad, cuentan los que lo conocieron de cerca, Onetti no se guardaba nada y esgrimía opiniones lo mismo con aspereza que con fino humor.

Hace poco la escritora Oneyda González me avisó que acaba de caerle en las manos una series de entrevistas a personalidades de la cultura latinoamericana, y entre ellas se encontraba Juan Carlos Onetti. Los videos resultaron ser parte de A Fondo, todo un clásico de Radiotelevisión Española. Reconozco que aquel Onetti, parco, gelatinado frente a las cámaras, casi agonizante, como un pez que han sacado a la fuerza del agua para ver cuánto resiste, no era lo que esperaba después de haber leído su literatura y recordar una vieja entrevista, en la que el escritor parecía un peleador acorralado, lanzando golpes con la intención de noquear y terminar lo antes posible el combate. En este programa de 1978, Onetti desde el primer round ya está noqueado y uno no logra saber jamás que lo sostiene en pie. Solo de vez en cuando vuelve al ruedo para apuntar alguna frase, quizás por orgullo, quizás por instinto. El presentador quiere hablar de esto y aquello, y a Onetti nada parece importarle demasiado, excepto que Cortázar deje la literatura para dedicarse a otras causas. Enciende un cigarro tras otro, bebe pequeños buches de algo trasparente, que viniendo de él uno intuye que puede ser cualquier cosa menos agua. "En realidad, ¿cómo nace ese mito geográfico, y humano y urbanístico que es Santa María?", dice el presentador. "!Ah!, esa si es una pregunta de esas…", exclama medio herido Onetti, retoma el vaso, aspira el cigarro, suelta la bocanada, y por el gesto lento y la mirada se intuye que está a punto de morir si no lo regresan pronto a su habitad natural. Finalmente da un rodeo por el Río de la Plata para salvar lo mejor que puede la situación, porque definitivamente le cuesta muchísimo hablar de su obra. Lo que acabó confirmándome que Onetti era un escritor hacía dentro. Lo externo solo funcionaba como el caldo de cultivo cocinado en su cerebro. No vi a un figurín queriendo ser más inteligente que sus libros, sino a un médium literario incapaz de salir del trance. Más adelante, hacia el final de la entrevista, por fin revela un secreto: "No sé si hablamos ayer de mi falta de disciplina. Yo no puedo ir a sentarme a la máquina, o sentarme con el lápiz de tal hora a tal hora, me es imposible hacerlo. Yo escribo cuando tengo el arranque de escribir, cuando tengo las ganas de escribir…" El entrevistador parece tomar un segundo aire. Sus ojos, antes derrotados por tanta indiferencia, brillan con semejante confesión. Entonces Onetti se anima y hasta cuenta una discusión con Vargas Llosa en un hotelucho de San Francisco sobre esto de los métodos de cada quien a la hora crear. "Mira Mario le dijo al de La ciudad y los perros con miedo a que se ofendiera lo que pasa es que tú con la literatura tienes una relación conyugal, y para mí es una relación con una amante".

 En el 2014 se cumplirán veinte años de la muerte de Juan Carlos Onetti. Estamos a tiempo en Cuba para atenuar la deuda acumulada, que no supimos saldar de una vez y por todas a propósito de su centenario.

 

Obdulio Fenelo

 

 

viernes, 16 de marzo de 2012

Reflexiones sobre la paternidad (I)

Para los lectores de este blog, si los hubiese:

Hace un mes ha sido más que errática e insuficiente mi voluntad de actualización de esta bitácora que comparto con el escritor Obdulio Fenelo, él no, él ha persistido en el empeño, pero como también la precaria conexión depende de mi voluntad ha sido el desastre. Otro triste privilegio del poder.

Me justifico. Una noticia conmovió estos días nuestra casa: el próximo advenimiento de mi cuarto hijo. Para los que conocen la realidad de Cuba saben que esta no es una noticia común, y antes de la felicidad natural aparece la incertidumbre. Pero Dios se muestra generoso otra vez con mi casa y nos envía otra de sus sonrisas para paliar las angustias del devenir. Damos gracias por eso.

Entonces, con ese entusiasmo, les comparto un texto que escribí hace doce años ante la emoción de la llegada del primer hijo. Siempre cuando trato de conversar con él, ahora que acontecen las vísperas de su adolescencia, le recuerdo que no lo quiero más que a mis otros hijos, pero que tenga en cuenta que él fue mi primer amor, y “un viejo amor ni se olvida ni se deja…”

 

Osvaldo Gallardo González

 

 

Con motivo del nacimiento de José Francisco, mi hijo

 

Camagüey, marzo de  2000

 

Querido hijo:

 

Pasará mucho tiempo antes que puedas comprender estas palabras con toda la intensidad que las escribo. Estas son las razones que ahora conducen una nueva vida para mí y que se reconoce vida entera en la misma medida en que la tuya comienza. Aún puedo decir más: Dios da a cada hombre su propio sentido; unos extenderán Su reino en los demás: los sacerdotes serán los padres espirituales de innumerables hijos, renunciarán a su derecho de poseer herencia física para darse a los hijos comunes del Padre de todos. Yo seré, desde ahora y para siempre, solamente, tu padre. Si un día compartes la naturaleza del sacerdocio sabrás más plenamente de un Amor-total, pero si estás llamado a ser “papá” esta carta también la habrás escrito tú.

Muchos grandes hombres han hecho a sus hijos una carta de despedida ante lo inminente de la muerte o quizá con la certeza de enfrentar una pronta lejanía de la que puede no volverse. Ellos fueron capaces de sacrificar algo tan preciado como la familia para darse a algún ideal sublime. Yo no soy un gran hombre, y creo que el único mérito que pueden tener mis palabras es querer ser un testimonio de Amor y el de llevar en sí el justo ruego de poder verte crecer bueno y feliz ¡Sé bienvenido, hijo!

Tú eres fruto del Amor. Y esta verdad, tantas veces escuchada, conforma una certeza absoluta en mi conciencia: Yo también soy fruto del Amor. Ahora mis padres no serán más para mí unos padres buenos, sino que serán los mejores padres: los míos.

Mamá y yo recibimos un día el matrimonio como sacramento divino; así como el bautismo tiene su confirmación; tú, en tu pequeñez, eres la renovación completa de nuestra unión. Compartimos juntos el orgullo de habernos alegrado siempre con la buena-nueva de tu llegada, a pesar de las dificultades que afrontamos ante una realidad muy temprana, para la cual todavía no estábamos preparados. Tu sonrisa, casi inconsciente, es el regalo de Dios para premiar nuestra decisión de defender la vida desde que no era más que un pequeño embrión. Papá y mamá siempre podrán mirarte a los ojos con la conciencia tranquila.

No sabes cómo envidio a mamá —ten en cuenta que hablo no de la envidia mezquina y sí de la que acontece cuando admiramos mucho la cualidad de alguien noble—. Ella te llevó en su vientre, sufrió dolor por ti y tiene todo el cariño y la paciencia del mundo para alimentarte. No puedo menos que sentirme pequeñito ante ella y su constancia. Este sentimiento también te lo debo a ti, tú me has descubierto la grandeza de mamá.

No sé cómo terminar esta carta que será la primera que recibes y la más sincera que yo haya escrito nunca. Es absolutamente para ti, eres su razón y su fin; pero quiero que me permitas compartirla con otras personas que con seguridad la podrán hacer suya y continuarla (e incluso mejorarla) en su propia vida.

Papá quiere concluir ahora; solo para comenzar a escribir contigo sus mejores palabras, no porque serán perfectas, sino porque tendrán todo el empeño y el amor del mundo para conseguirlo. Sé que he de equivocarme, también cuento con tu paciencia y perdón.

Ruego a Dios, fervientemente, para que seas un buen hombre; que la verdad guíe tus pasos y te conduzca por el camino del amor. Que la certeza de tu verdad no te haga cerrar el corazón al otro, recuerda que Dios está presente en cuanto nos rodea. Escoge siempre la humildad, no anheles el poder y de poseerlo hazlo como servidor, no como déspota. Participa honradamente en la génesis de una patria, una Iglesia y un mundo mejores; este debe ser el signo del nuevo milenio junto al cual ha comenzado tu vida. Lucha por ser un hombre libre, ejerce ese derecho, pero nunca lo hagas a costa de la libertad del otro. Que tu libertad sea la medida de tu amor.

Mi única herencia será la fe que recibiste en el bautismo y que se manifestará a su tiempo. Espera y confía en el Señor.

Te ama, en la tierra y el cielo,

Papá

 

 

 

sábado, 3 de marzo de 2012

Fenelo quemó sus naves

Quemar las naves

Tendré que aprender a convivir con un puerto en las entrañas. Allí, pegadas a las márgenes del hígado se amontonan las naves, y alguna que otra intenta la huida y encaja su proa en las paredes de mi estómago. A veces sangro, pero logro impedir a tiempo la hemorragia. Las escucho danzar entre las olas, reclamar su independencia. En las noches, cuando reposan, voy hasta la orilla del río que atraviesa la ciudad y dejo escapar un velero del siglo XVIII o un vapor de 1907. Al amanecer, todos corren a observar las misteriosas reliquias que navegan solitarias. Ignoran que me habitan, que soy el oculto proveedor de esos fantasmas.

Ayer no pude aguantarme, y un inmenso acorazado brotó delante de los ojos de mi vecina. Temo ser descubierto. La señora no podrá soportar tanta emoción y lo contará a sus amigas. De inmediato llegará a oídos de la policía y el gobierno. Querrán usarme con fines guerreristas teniendo en cuenta el ahorro de presupuesto, o quizá decidan extirparlo por temor a una epidemia. Dirán que no es bueno llevar tanta libertad dentro, qué sería del país si a todo el mundo le naciera un puerto íntimo...Ya lo he decidido, las dejaré libres, e iré quedando fragmentado en cada una de las naves. Cuando vengan por mí, sólo hallarán estos islotes sangrantes de mi hígado y un trágico naufragio.

 

El Monje

De un lado a otro, en medio de la soledad de su celda, los ojos del monje Louis buscan alguna imagen que les devuelva un poco de paz. Porque el octogenario Louis ya no alcanza a ver el Cristo desangrado que cuelga sobre su cabeza, y la ausencia del Señor en los días postreros le recuerda el final de su misión en este mundo. Durante toda la vida, nada como ese nuevo destino lo atormentó más, y aunque siempre rogó por la resurrección de la carne y la eternidad del alma, a estas alturas está convencido de que la muerte no proviene del Dios Padre, sino del maligno corruptor de lo justo. “Páter Noster”, exclama el Monje, y sus palabras rebotan en los rincones y se pierden en un eco. “Aún no estoy muerto”, piensa el anciano, y como no puede moverse, deja caer los ojos y comprueba la permanencia en su cuerpo: “Es un cuerpo viejo, mas aquí he vivido todos mis años”. El hermano Tartanio se anuncia y entra a la celda. Una luz azulosa invade la habitación y Louis agradece el color celestial a hora de la medicina. Pero Tartanio no toma el frasco que está sobre el escritorio ni reza la plegaria a los enfermos. Se arrima lentamente al lecho, se persigna, y sale deprisa. “Tartanio, Tartanio”, reclama Louis sin escuchar su voz, y busca desesperado cada parte del cuerpo, y solo quedan sus últimas palabras, como acabadas de nacer, flotando en el aire.

 

Nota: Estos dos textos pertenecen al libro de cuentos Quemar las naves, Editorial Ácana, 2002