(Diez relatos que cambiaron la literatura  hispanoamericana)
Cualquiera neófito que hubiese visto sus fotos de los últimos años  pensaría que se trataba de un viejo galán del cine mexicano de los cincuenta:  la mirada profunda, el pelo caneado, el bigotón aún vigoroso, la pose  seductora, solo faltaba el sombrerote. Sin embargo, era un escritor llamado  Carlos Fuentes, de los más grandes intelectuales de siglo veinte en América. El  quince de mayo pasado, cuando murió a los ochentaitrés años y vi nuevamente su  imagen en el periódico Granma, no pude evitar otra vez la analogía, y  por momento quedé confundido al preguntarme, más allá del intelecto, cuál es la  real trascendencia literaria (a nivel mundial) de otro de los autores míticos  del boom. No me atrevo a responder con certeza, pues mi criterio estaría  condicionado por el gusto e incompletas lecturas. Lo cierto es que en Cuba  Carlos Fuentes no fue de los narradores más leídos de su generación ni por el  gran público ni por el gremio literario. Incluso es casi seguro que de no ser  por las dos o tres de novelas publicadas y la gran publicidad que alcanzaron  los García Márquez y compañía, sería un perfecto desconocido. Gringo Viejo  fue la última editada en el país y gozó de algunos seguidores, aunque su  resonancia ni se acercó a la que produjo Aura, un relato de apenas  veintiséis páginas según la edición publicada por Casa de las América en 1970,  bajo el título Quince relatos de América Latina. Aquel texto no solo  zarandeó a los escritores cubanos de entonces y a las generaciones siguientes,  sino que movió para siempre el piso narrativo de la literatura  hispanoamericana. Aura resultó un experimento alucinante y eficaz, fruto  de la mejor novela inglesa de “aparecidos” (Jemes, Stevenson) y la vanguardia  americana que va de Borges a Faulkner y pasa por Lugones, Alfonso Reyes u  Octavio paz. Ahora que la releo, sorprende su ambigua perfección, ese raro tufo  de perpetua modernidad tan difícil de encontrar en literatura. Se lee, aunque  suene a lugar común, como si hubiese sido escrita ayer mismo. Es una historia  de ciudad, de cualquier ciudad (unas de ganancias del boom), donde por  supuesto existen profesionales recién graduados en busca de empleo y  aristocráticas mansiones y familias en decadencia. Felipe Montero, historiador  joven “cargado de datos inútiles”, descubre en la presa un anuncio  tentador que incluye buen salario, techo y comida. No lo piensa dos veces y  muerde el anzuelo, ¿dulce anzuelo podríamos decir?, y llega al parecer a un  viejo palacete colonial, vetusto y laberintico donde lo recibe, en apariencia  postrada en la cama, la señora Consuelo, viuda del general Llorente. Su trabajo  consistirá en ordenar la papelería inédita del caudillo con vista a su futura  publicación. Hasta aquí nada anormal. ¿Y entonces? De repente irrumpe en la  trama Aura y la normalidad se trastoca. La joven, de irresistible sutileza, con  cierto don de ubicuidad, refresca la atmosfera asfixiante y crea pequeños micro  mundos eróticos dentro de la casa, a veces paralelos, a veces centrífugos, a  los que sucumbe como un adicto Felipe. Todo se confunde, Aura, Consuelo, un  conejo. En este punto no sabemos en realidad cuántas mujeres, animales o  plantas sobreviven dentro de la mansión, y hasta el final no logramos entenderlo.  Las historias de fantasmas tienen miles de seguidores y se puede decir que  nacieron con la propia literatura, incluso antes, pero, ¿qué tiene esta en  particular? Primero, que es una historia de amor, donde alguien se niega a  dejar de amar, a no ser amada, y segundo, la maestría del escritor a la hora de  construir las escenas, de mover los personajes, y sobre todo de narrarlos. La  segunda persona se puede decir que era desconocida como voz narrativa en lengua  española. Carlos Fuente fue el primero en intentarlo y resolverlo a gran  altura. Ese ha sido luego un camino bastante transitado con mayor o menos  suerte, nunca con la apabullante destreza del mexicano. En el 2008 se  cumplieron cincuenta años de la publicación de La región más transparente  (para algunos su mejor novela) y La Real Academia de la Lengua Española anunció  una edición conmemorativa como reconocimiento. Ya pasaron los cincuenta de La  muerte de Artemio Cruz (1959) otra de sus obras destacadas por la crítica.  A mí que me dejen con Aura, esa joyita del relato hispanoamericano de la  cual me es imposible salir ileso luego de cada relectura. El texto original  data de 1962 bajo el sello editorial Era, así que en este 2012 Aura  también tendrá sus cincuenta y se me antoja más moderna y vital que sus “hermanas  mayores”.
Obdulio Fenelo Noda
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