viernes, 16 de marzo de 2012

Reflexiones sobre la paternidad (I)

Para los lectores de este blog, si los hubiese:

Hace un mes ha sido más que errática e insuficiente mi voluntad de actualización de esta bitácora que comparto con el escritor Obdulio Fenelo, él no, él ha persistido en el empeño, pero como también la precaria conexión depende de mi voluntad ha sido el desastre. Otro triste privilegio del poder.

Me justifico. Una noticia conmovió estos días nuestra casa: el próximo advenimiento de mi cuarto hijo. Para los que conocen la realidad de Cuba saben que esta no es una noticia común, y antes de la felicidad natural aparece la incertidumbre. Pero Dios se muestra generoso otra vez con mi casa y nos envía otra de sus sonrisas para paliar las angustias del devenir. Damos gracias por eso.

Entonces, con ese entusiasmo, les comparto un texto que escribí hace doce años ante la emoción de la llegada del primer hijo. Siempre cuando trato de conversar con él, ahora que acontecen las vísperas de su adolescencia, le recuerdo que no lo quiero más que a mis otros hijos, pero que tenga en cuenta que él fue mi primer amor, y “un viejo amor ni se olvida ni se deja…”

 

Osvaldo Gallardo González

 

 

Con motivo del nacimiento de José Francisco, mi hijo

 

Camagüey, marzo de  2000

 

Querido hijo:

 

Pasará mucho tiempo antes que puedas comprender estas palabras con toda la intensidad que las escribo. Estas son las razones que ahora conducen una nueva vida para mí y que se reconoce vida entera en la misma medida en que la tuya comienza. Aún puedo decir más: Dios da a cada hombre su propio sentido; unos extenderán Su reino en los demás: los sacerdotes serán los padres espirituales de innumerables hijos, renunciarán a su derecho de poseer herencia física para darse a los hijos comunes del Padre de todos. Yo seré, desde ahora y para siempre, solamente, tu padre. Si un día compartes la naturaleza del sacerdocio sabrás más plenamente de un Amor-total, pero si estás llamado a ser “papá” esta carta también la habrás escrito tú.

Muchos grandes hombres han hecho a sus hijos una carta de despedida ante lo inminente de la muerte o quizá con la certeza de enfrentar una pronta lejanía de la que puede no volverse. Ellos fueron capaces de sacrificar algo tan preciado como la familia para darse a algún ideal sublime. Yo no soy un gran hombre, y creo que el único mérito que pueden tener mis palabras es querer ser un testimonio de Amor y el de llevar en sí el justo ruego de poder verte crecer bueno y feliz ¡Sé bienvenido, hijo!

Tú eres fruto del Amor. Y esta verdad, tantas veces escuchada, conforma una certeza absoluta en mi conciencia: Yo también soy fruto del Amor. Ahora mis padres no serán más para mí unos padres buenos, sino que serán los mejores padres: los míos.

Mamá y yo recibimos un día el matrimonio como sacramento divino; así como el bautismo tiene su confirmación; tú, en tu pequeñez, eres la renovación completa de nuestra unión. Compartimos juntos el orgullo de habernos alegrado siempre con la buena-nueva de tu llegada, a pesar de las dificultades que afrontamos ante una realidad muy temprana, para la cual todavía no estábamos preparados. Tu sonrisa, casi inconsciente, es el regalo de Dios para premiar nuestra decisión de defender la vida desde que no era más que un pequeño embrión. Papá y mamá siempre podrán mirarte a los ojos con la conciencia tranquila.

No sabes cómo envidio a mamá —ten en cuenta que hablo no de la envidia mezquina y sí de la que acontece cuando admiramos mucho la cualidad de alguien noble—. Ella te llevó en su vientre, sufrió dolor por ti y tiene todo el cariño y la paciencia del mundo para alimentarte. No puedo menos que sentirme pequeñito ante ella y su constancia. Este sentimiento también te lo debo a ti, tú me has descubierto la grandeza de mamá.

No sé cómo terminar esta carta que será la primera que recibes y la más sincera que yo haya escrito nunca. Es absolutamente para ti, eres su razón y su fin; pero quiero que me permitas compartirla con otras personas que con seguridad la podrán hacer suya y continuarla (e incluso mejorarla) en su propia vida.

Papá quiere concluir ahora; solo para comenzar a escribir contigo sus mejores palabras, no porque serán perfectas, sino porque tendrán todo el empeño y el amor del mundo para conseguirlo. Sé que he de equivocarme, también cuento con tu paciencia y perdón.

Ruego a Dios, fervientemente, para que seas un buen hombre; que la verdad guíe tus pasos y te conduzca por el camino del amor. Que la certeza de tu verdad no te haga cerrar el corazón al otro, recuerda que Dios está presente en cuanto nos rodea. Escoge siempre la humildad, no anheles el poder y de poseerlo hazlo como servidor, no como déspota. Participa honradamente en la génesis de una patria, una Iglesia y un mundo mejores; este debe ser el signo del nuevo milenio junto al cual ha comenzado tu vida. Lucha por ser un hombre libre, ejerce ese derecho, pero nunca lo hagas a costa de la libertad del otro. Que tu libertad sea la medida de tu amor.

Mi única herencia será la fe que recibiste en el bautismo y que se manifestará a su tiempo. Espera y confía en el Señor.

Te ama, en la tierra y el cielo,

Papá

 

 

 

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