domingo, 27 de mayo de 2012

Ana en sombras, historia de un suicidio

Cualquier escritor que reflexione acerca de su oficio, amén del ego o la fama, se pregunta en algún momento de su vida por qué continúa insistiendo, por qué prorrogar esa guerra amorosa, íntima y abierta contra la palabra. Algunos tendrán listas sus respuestas para agradar, impresionar, complacer y mentir al mundo, pero en el fondo sabemos que vivir es un acto doloroso donde conviven dios y el demonio, y que de tan furibunda contienda nace la inefable bestia de la existencia: la angustia. Creo firmemente que uno escribe para mantener a raya la angustia, para tenderle continuas emboscadas que nos den un respiro, y poder luego seguir andando aunque no sepamos bien a dónde.  Hace seis días llegó a mis manos un libro raro, escrito, supongo, por una escritora rara, pues que nadie quiera convencerme de que Olga María Romero, la autora de Ana en sombras, es realmente Olga María Romero, una graduada de periodismo, editora de libros y revistas literarias, inteligente e inquieta (aunque inquieta pudiera ser un término demasiado noble) que en la primera década del siglo veintiuno desapareció sin dejar rastro. La nota de contracubierta no ofrece datos novedosos. Tampoco hacen falta. ¿Quién desaparece después de publicar un libro? Solo el que se diluye en él a medida que lo escribe. Transfusión sanguínea que va de las venas a las palabras, a los personajes, a sus conflictos. Escribir es desangrarse, casi un suicidio. Sí, estoy ante un cuaderno que sangra, no a caudales sino gota a gota,  narraciones de una macabra belleza, de sutiles  manquedades y atmosferas a ratos lunáticas, a ratos asfixiantes. La bestia inmortal vuelve a rugir en sus páginas. Un chillido fino, cierto, dolor con sordina pudiéramos decir, pero dolor al fin y al cabo. Historias, o mejor, estados de ánimos, ahogos existenciales donde la mujer es centro y margen. Es este un tratado amoral, cuyo único principio reinante es la infelicidad. Los personajes no luchan, solo se dejan estar. Ante la salvación impuesta, prefieren la libertad de caer a la deriva. Y todo sustentado en la audaz dramaturgia interior: el diálogo entre las partes que conforman el conjunto, como adagios de la sinfonía mayor. Sinfonía, caótica, vanguardista, donde las notas de un son: Mírame bien, pásame un rebenque, negro, que ni muerta debo yo ser dócil, trata de meterme en cintura ahora que me tienes a tu alcance…, pueden dar paso a coquetas arias blandidas en antiguos salones de Europa, señores y señoras de sangre azul y cuerpos calientes: Su voz, sofocada luego del canto, se permitió murmullos y tarareos a un solo oyente ofrecidos. Realismo sucio y realismo lírico, ninguno de los dos efectista, libre ambos de estridencias sonoras o visuales. El tono íntimo de las epístolas convierte al lector en confidente, oportunidad única de asistir  de primera mano a fragmentos ¿autobiográficos?, contados por los mismos protagonistas, desde la propia Ana hasta la Marquesa de Sévigné. 

Es difícil en los tiempos que corren, con tantos siglos de juegos sexuales sobre el papel, apostar por el erotismo como elemento aglutinador, recurrente. ¿Cómo lo logra? Acudiendo a la contención. Respiramos sexo por doquier, pero a penas lo vemos, más bien lo imaginamos y sentimos. La cópula no es el instante supremo, el plato fuerte, como si los personajes supieran que cada llegada no es más que el comienzo de una nueva partida. Aquí importa el antes (la soledad, la añoranza, el perdón, el deseo), y el después (el exceso, el asco, la culpa, la ausencia), los entrantes y salientes, servidos en pequeños cuadros,  esbozos casi impresionistas, lienzos cantados por multitud de voces. La narradora encara, se desdobla, cede la voz. El lector deberá asomarse y tomar distancia para comprender mejor el loable modo de reescribir la historia, no La Gran Historia, hablo de la privada, a mi juicio, la verdadera. Les propongo este homenaje al género epistolar, riesgo narrativo asumido pocas  veces en primeros libros, y, por favor, que hagamos un minuto de silencio por esta sui géneris escritora, devorada por sus propios demonios, donde quiera que esté.    

Obdulio Fenelo                     

 

martes, 15 de mayo de 2012

Instrucciones para morir en invierno

III

Veo a un hombre rondando bajo el balcón. Me hace bien. No sé si fuma cigarrillos rojos y lanza palabrotas. Lo estoy mirando desde aquí, igual a un dios profano, y es preciso que fume, que caiga la lluvia y lo envuelva, que renazca intenso y bueno y no se nombre. Es necesario saberse de su lado a cualquier precio, retornar a su edad cuando se agacha y canta, amarlo y esconderlo a nuestro antojo.

 

IV

Ayer cuando me disponía a fumar en el balcón el último cigarrillo del día, vi entrar al edificio a una mujer vestida de negro. Dos o tres noches han pasado y la mujer continúa su rutina: se baja del coche (ahora también anuncia un leve gesto que interpreto como un saludo) exquisitamente ataviada, y penetra en la vastedad de puertas y pasillos que componen este pequeño país de piedra donde habito. Puedo armar una historia a partir de esa imagen alucinada: pudiera ser la amante a sueldo del viejo usurero del piso dieciséis, o una vieja rica que viaja desde Europa para calmar su lujuria con el negro zapatero del quinto. Escenas perturbadoras del sueño, formas de engañarme. Viene por mí, bella y sigilosa, la sombra de los dioses, la puta muerte.

 

V

Otras noticias llegan desde la plaza vieja rodeada por las columnas más nobles, igual a una lengua absurda custodiada. La plaza es la frontera entre mi pequeña tierra y el bullicio donde se forja la agonía de la luz y los cuadros difuntos, entre la imagen perturbada del San Jorge de la verja y el héroe erigido con armas y corcel a los pies del parque. La plaza desborda el remanso de sus piedras a finales de abril, y el agua cristalina pasa arrasando los juegos, los acertijos inventados y envejecidos en el patio. Es la fiesta de la lluvia, la canción y el nacimiento con que nos premia Dios, una suerte final para salvarnos.

 

Obdulio Fenelo

 

De Quemar las Naves, Ácana, 2002

 

 

lunes, 14 de mayo de 2012

Reflexiones sobre la paternidad (III)

Diálogo sin luz

A mi padre

Job mira cantar a su hijo
y es su debilidad que ahora sabe eterna.
Job no ha visto el rostro del Señor,
solo su diestra ensangrentada.

(Esta noche se mutila la dulzura
y el hijo quiebra la voz del que espera.)

—Es la hora del amor y de la duda.
Llegamos al sitio donde la muerte no es la única  verdad.
La muerte es solo un pacto
que hemos firmado a destiempo
con la vida y los riesgos del dolor.
Guardémonos, hijo, un minuto, de ese pacto,
probemos un conjuro de sombras
para seguir viviendo.
—El amor se padece.
El amor es la ruta inevitable.
El amor es la savia que se agolpa:
sangre que no es herida de la piel;
que no mana de la vida ni la muerte.
—¿Cómo vino tu amor?
¿En cuál torrente parvo nació tu huella?
¿Qué he de hacer para alimentar la mirada de tu fe?
Esta prueba es más que mi fuerza.
—Yo no soy tu verdad,
por amor acepta el reto.
En mi luz no hay el trono
que buscaste siempre.
Mi piel no es tu piel.
Tu abrazo me alimenta,
pero no es raíz para mi hambre.
—No he sabido mi oficio.
Violé el sistema amoroso
que dispuse a tu vera.
Soy el verdugo febril de mi esperanza.
—¿Qué tormento antiguo y nuevo te deshace?
¿No ves que todo es cierto y es posible?
¿No ves que compartes tu error con mi destino?
Tus lamentos no difieren de la naturaleza de mi amor.
De tu causa se redime otro efecto.
—Has dado voz a los temores que guardé,
con belleza y espanto me revelas.
¿Beberás de las aguas en que perdí la fe de mis mayores?
¿Tendrás esa claridad a pesar de los días?
Lo aviso:
Beberás la cuenca de tu soledad.
Tendrás la cuenca de tu soledad.
—También lo sé:
El dolor tendrá su lugar
y el cansancio arropará mi alma
como Madre me guardaba del invierno más rudo.
—Solo conozco una certeza:
La eternidad la lloro en tus palabras.

Osvaldo Gallardo

Tomado de Diálogo sin luz, Ed. Ácana, Camagüey, 2009

viernes, 4 de mayo de 2012

Junot Díaz

La breve y maravillosa vida literaria de Junot Díaz
    “Esa es la historia de de un gordo que no se empata”, le dice sonriente la librera a la escritora Oneyda González cuando se dispone a comprar el libro que le he comentado con no poco entusiasmo: La breve y maravillosa vida de Oscar Wao, y me sorprende la capacidad de los lectores “sanos” para resumir historias en las que dejamos horas de insomnio, kilogramos de neuronas y hasta pequeñas gotas sanguíneas. Pero estos lectores, genuinos clientes de la literatura ficcional, siempre tienen la razón, y efectivamente esta es, entre muchas otras cosas, la historia de un gordo que no se empata, por más que el autor lleve la narración con saltos en el tiempo, hacía el pasado y el presente, para contarnos de la ascendencia matriarcal del protagonista: vidas entrecruzadas de hermana, madre y abuela, y de pasó volver sobre el trujillato (con el permiso de Varguitas), sus testaferros, sus horrores y víctimas. ¿Cuánto hace de la publicación del último premio Pulitzer en Cuba? No lo sé, tal vez desde los sesenta, cuando teníamos la ventaja de fusilar buena literatura sin dar cuantas a nadie, ni a autores ni a editoriales. ¿Cómo lograron negociar los derechos? Supongo que entre Casa de las Américas y Achy Obejas (su traductora del inglés) esté el juego. Por cierto, en algún momento habrá que ir pensando en inventarse un reconocimiento con el fin de agradecer a esta autora cubano-americana el aporte brindado a nuestra narrativa, sobre todo después de la crisis de los noventa. Lo cierto es que tuvimos (y, creo, aún tenemos) en librerías, vaya novedad, uno de los últimos premio Pulitzer de ficción, otorgado en el 2008: La breve y maravillosa vida de Oscar Wao (Casa de las Américas, 2009). 
      Junot Díaz, dominicano residente desde niño en New Jersey, había presentado excelentes credenciales como narrador, sustentadas en cuentos y relatos publicados en The New Yorker y otras revistas prestigiosas, y por la publicidad alcanzada (pese a escribir en Inglés) con Bogotá 39, grupo de escritores jóvenes presentados en la Feria del Libro de esa ciudad en el 2007, como las nuevas joyas literarias de este lado del charco. Como le sucedió a muchos escritores, no solo a los muertos de envidia, sino a los que dudamos de los revuelos promocionales a nivel grupal (nuestros llevados y traídos novísimos incluidos), de repente estuve sediento, ansioso por leer “las tendencias que marcarán el futuro de la narrativa latinoamericana”. Pero, ¿cuándo tendríamos acceso a esas obras dispersas por todo el continente? A excepción de los cuatros cubanos incluidos (polémica al margen), los demás eran sospechosamente desconocidos. ¿Qué hacer? Solo quedaba esperar a la buena voluntad de los amigos rastreadores de libros que se las ingenian para adquirir novedades publicadas en el exterior.  Sin embargo, Casa… se adelanta, sorprende y la nubosidad comienza a disiparse. Desconozco si los demás coequiperos estarán a su altura, pero Junot Díaz sobrecumplió la expectativas al concebir una novela fácil de leer y difícil de escribir, lo que se traduce en literatura de verdad.  Su eficacia radica en la mezcla dosificada, sabrosa, del comic, el folletín romanticón, el cine fantástico, la novela histórica, el policiaco, el ensayo… Sus narradores cuentan como si estuvieran conversando, de ahí que no molesten ni aburran las notas históricas al pie de página, que saben más a chismes de viejas contados con simpatía que a erudición académica. El tono irónico, el desenfado del lenguaje, creo, marcan la diferencia. La historia de Oscar es triste sin que produzca tristeza. Es otro Alonso Quijano, en la comunidad dominicana de New Jersey. No pretende igualar las hazañas heroicas de los libros que lee y las películas que admira, más bien reescribirlas. Al igual que su antecesor, necesita encontrar su musa, empresa que lo consume y le lleva su corta vida, pues Oscar no es ningún playboy, pesa muchas libras de más, tiene problemas de comunicación y distorsiona a su antojo la realidad cuando se trata de amor. Llevaba Junot Díaz once años sin publicar libros desde la salida al mercado de los cuentos reunidos en Drown (1996), lo que dice mucho de la seriedad con que asume el oficio en tiempos donde reinan los escritores a sueldo, productores seriados de sándwich literarios para consumo rápido. No es extrañar que una de sus inspiraciones sea Juan Rulfo.
Junot Díaz se incluye dentro de los escritores latinoamericanos residentes en los Estados Unidos, que aún piensan en español y escriben en ingles. Que el Pulitzer, el más importante premio literario del país, recayera en un latino, en una obra con elementos bilingüitas, que tiene como tema la minoría dominicana residentes en New York y parte de la historia del Caribe, resulta alentador, aunque para Junot Díaz aún persiste cierto miedo al avance del castellano y apenas se traducen a los autores que escriben en esa lengua: “El mercado está ahí, los lectores están ahí y todo el mundo se cruza de brazos. EE UU es la zona cero de la lucha entre el inglés y el español y lo saben. El miedo que tienen es inconsciente, pero muy real. A veces a la gente se le pregunta en qué idioma sueña. Si a los americanos alguien les preguntara en qué idioma tienen pesadillas no hace falta esperar a que contesten. Las tienen en español.”
Obdulio Fenelo