miércoles, 1 de agosto de 2012

Instrucciones para morir en invierno


X
Siempre sucede. Al anochecer, cuando me gusta caminar por Independencia y celebrar sus balconcitos barrocos, una mujer me persigue. Su paso marca cierta cadencia antigua (el aroma coqueta), hasta detenerme de golpe en la esquina más próxima, como quien teme girar y reconocer un rostro acostumbrado y horrible. Reanudada la marcha, escucho a mis espaldas la estampida de un ave, mil voces de geishas, el sonido ronco de la respiración ancestral. Solo en el callejón de Andrade (el que divide la ciudad en dos géneros distintos de miserias) el acertijo se rompe. Algo se libera sobre los hombros, y después del grito majestuoso que, imagino, solo yo escucho, la luz del día o la noche recupera el encanto. Regreso atontado, libre, convencido de que en Independencia, alguien se empeña en mostrarme el paso serio de la muerte.
XI
Hora es esta de refugiarme en cualquier parte (dentro del baúl de trastos viejos o en el vientre seco de mi madre) a fin de reducirme a ese espacio encantado y forzar el nuevo nacimiento. Regreso al misterio del encierro, metáfora angustiosa de la existencia que continúa fascinándome. Qué libertad no guarda algo de farsa, qué encierro no esconde su porción de libertad. Nunca se acaba de nacer: el vientre materno nos lanza al monstruo social, al circo del mundo, y la vida se va armando de sucesivos abortos, pequeñas necesidades impuestas por aquello tramado fuera de nosotros, presto a provocarnos ocultamente la sinuosidad de alegrías y nostalgias, de las que solo es posible salvarse abriendo un orificio doloroso dentro de uno mismo, para mirarse descarnadamente y marchar un buen día, a planear la escapada cuerpo adentro.
XII
Aquí, en esta ciudad, Dios se acostumbra a los hombres. La brisa de las mañanas a la pesada calidez de las tardes, y la lluvia dominguera prepara su banquete. No queda otro remedio que salir a mezclarse con los adoquines y las fachadas inquietas. Asomarse a la casa del ilustre Atanasio, zapatero cortesano, quien brinda una sonrisa reciente y anuncia: El mundo se vendrá abajo, tanta agua no puede caber en la tierra. Me invitará a un rincón de su guarida, donde esconde el cofrecito de cedro blanco: Son los zapatos de Luis XIV, el rey sol, dirá el ilustre Atanasio y la felicidad le saldrá por las pupilas. Compartiremos el cigarro, el trago amargo, las mismas historias de hace diez años. Regresaré antes que la lluvia cerque los portales. Atanasio quedará en la acera, colocando minuciosamente sus zapatos para que toda el agua del cielo los inunde. Al día siguiente, volverá a sus labores: recortar montones de periódicos viejos, para calzar a la ciudad con las noticias del mundo.
Obdulio Fenelo

1 comentario:

  1. Fenelo, no recuerdo cual es el Callejón de Andrade...¿será que se me está olvidando mi ciudad desde tan lejos?
    Saludos,

    Vaga Pordoquier

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